NICK
Me marché de casa de mi padre y me fui a uno de los muchos bares que
había junto al paseo marítimo. Con el tiempo que hacía estaba seguro de que
estarían desiertos y lo que yo necesitaba en ese momento era estar solo.
No había esperado la aprobación de mi padre al contarle lo que tenía
planeado hacer con la empresa, pero tampoco esperaba que me plantara cara
como lo había hecho. Desde que me había hecho cargo del negocio, me había
dado cuenta, después de muchas reuniones, gráficos y de hacer muchos números,
que había varias pequeñas empresas de la corporación que deberían haber sido
liquidadas hacía tiempo. Solo nos daban problemas y generaban ingresos
ridículos. En un principio casi nadie había secundado mi decisión de ponerlas a
la venta, quería liquidarlas como fuera y, con el dinero obtenido, abrir una
compañía nueva con una visualización más moderna y un enfoque diferente. La
mayoría de las empresas de la corporación funcionaban perfectamente,
gestionadas por los mejores agentes económicos del país, y uno de mis trabajos
al empezar había consistido en visitar gran parte de las empresas para
asegurarme de que se cumplía con la política general de los Leister.
Pues bien, después de meses trabajando y tras convencer a la junta, habíamos
decidido poner en venta aquello que nos daba más pérdidas que ganancias, por lo
que no solo me enfrentaba a numerosos despidos, sino a la apertura de una nueva
empresa de marketing y telecomunicaciones que reorientaría la estrategia
económica de Leister Enterprises hacia un lugar que aún no habíamos explotado.
Había sido una decisión difícil, pero correcta, al fin y al cabo, y me
reventaba que mi padre no fuese capaz de confiar en mí, y encima creyese que
podía llevar la empresa a la ruina. A los miembros de la junta los manejaba sin
problema, pero una cosa era enfrentarme a ellos siendo el jefe y otra muy
distinta enfrentarme a mi padre. Y encima Noah había presenciado parte de la
discusión, cosa que me había puesto aún de peor humor.
Pedí un whisky y me lo bebí de un solo trago. Aquel estúpido almuerzo
había ido peor de lo que había imaginado.
Pagué la cuenta y decidí que tenía que volver. No debería haberme
marchado, no dejando a Mad allí, pero aunque me molestara admitirlo, sabía que Noah estaba encargándose de ella y que mi hermana estaba perfectamente. De
todas las personas que conocía, a la única a la que le confiaría mi hermana sería
a ella, ni siquiera a mi padre.
Noah… no sabía si la tregua que habíamos acordado había sido un error. Era
mucho más fácil ignorar lo que sentía por ella si estaba enfadado. Hablar con
ella como lo habíamos hecho hoy, como personas adultas, era demasiado
peligroso.
A veces… muchas más veces de lo que admitiría en voz alta, me imaginaba
perdonándola, me veía olvidando todo lo que pasó, todo lo que nos hicimos e
intentaba visualizar cómo sería ahora nuestra vida. Pero al hacerlo, el recuerdo
del motivo de nuestra ruptura volvía a atormentarme y todo se borraba dejando
solo el odio al que tan bien me había acostumbrado aquel último año.
Maldita Noah… ¡maldita fuera por haberlo estropeado todo!
Cuando llegué a casa de mi padre, me fijé en que era mucho más tarde de lo
que había supuesto en un principio. Las luces estaban apagadas y reinaba un
silencio sepulcral en toda la casa menos en el salón, cuya luz alumbraba
ligeramente la entrada.
Me quité la chaqueta, dejé las llaves en la entrada y fui hacia allí. Sentada en
el suelo y con la espalda apoyada contra el sofá estaba Noah. Se había cambiado
y se había puesto un jersey cómodo, se había recogido el pelo en un moño suelto
y llevaba unas gafas de pasta negra. Estaba inmersa en la lectura, y unos cuantos
libros abiertos estaban esparcidos a su alrededor. Me fijé en que el fuego de la
chimenea se estaba apagando.
—¿Qué haces? —le dije en voz baja, entrando en el salón.
Noah se sobresaltó y fue a contestar, pero mantuvo el silencio cuando me
acerqué hasta donde estaba sentada y cogí el libro que tenía entre las piernas.
Derecho de la comunicación y la publicidad, volumen I.
—Estudiar —contestó al fin con frialdad.
Me fijé en ella y analicé su expresión, no quería que se sintiera incómoda en
mi presencia. Sabía que ese día me había tolerado por Maddie y que
probablemente lo mejor para los dos sería pasar el mínimo tiempo posible
juntos, pero en esos momentos justo lo que necesitaba era que Noah fuese Noah.
—Ya veo… ¿Tan mal lo llevas? —dije dándole la espalda y metiendo más
troncos en la chimenea. Me incliné para asegurarme de que el calor se
concentraba en el centro. Noah había puesto los troncos demasiado separados y
así nunca lograría un fuego lo suficientemente grande como para calentar la sala.
Cuando las llamas se avivaron chisporroteando y desprendiendo un calor
abrasador, me incorporé, me sacudí las manos y de nuevo me volví hacia ella,
que me había estado observando con atención.
Me fijé en que tenía las mejillas rojas por el calor. La verdad es que no hacía
tanto frío, pero Noah era muy friolera; podía recordar cómo en el invierno que
habíamos pasado juntos se me pegaba bajo las sábanas para calentar sus pies
helados con mi piel, que siempre parecía estar muy caliente, sobre todo estando
ella cerca.
—Bastante —dijo volviendo a fijar la mirada en los libros—. Maddie se ha
dormido en mi cama, para que lo sepas, por si subes y no la encuentras.
Asentí mientras me aproximaba al sofá que había cerca de ella y me sentaba.
Noah estaba en el suelo, pero, aun así, la distancia que nos separaba nos
permitía sostenernos la mirada.
—Gracias por cuidar de ella —dije todavía manteniendo las distancias.
Noah me observó con cautela, como quien es acechada por un perro grande
que puede ser cariñoso o que puede saltar y morderte sin dudarlo.
—De nada; de hecho ha sido Will quien le ha puesto el pijama y le ha
contado un cuento…
Asentí mientras observaba absorto cómo sus mejillas se sonrojaban ante mi
escrutinio.
—Luego han intentado que se durmiera en su nueva habitación —prosiguió
y yo me incliné hacia delante, distraído por la forma en la que sus labios se
movían —, pero ella ha insistido en que quería dormir conmigo, ha preguntado
mucho por ti. No deberías haberte marchado.
—Necesitaba pensar —me excusé fijándome en algo que me había pasado
desapercibido hasta entonces: en su mejilla izquierda, cerca del ojo, había una
cicatriz blanquecina, recta, como si se hubiese cortado con algo—. ¿Qué es eso
que tienes ahí? —le pregunté y la sorprendí cuando estiré la mano y le cogí la
barbilla para poder observarlo mejor.
¡Qué demonios!
Noah se estremeció ante mi contacto y se apartó obligándome a soltarla.
—No es nada —contestó fijando la mirada en el libro.
—Nada no es algo que te deja marca. ¿Qué diablos te pasó?
—Me caí —respondió encogiéndose de hombros.
—¿Te caíste? ¿Dónde? La última vez que te vi no tenías esa cicatriz. —«¿O
sí?», no estaba seguro, la última vez que la vi no estaba muy en mis cabales.
Noah cerró el libro y se centró en mí, un poco exasperada.
—La tengo desde hace más de medio año, así que sí, la tenía la última vez
que te vi. Me caí con la moto, no fue nada del otro mundo, pero me pusieron
puntos.
—¡¿Desde cuándo tienes moto?! —No sabía muy bien por qué de repente
estaba tan cabreado; al llegar había estado sosegado y tranquilo, me había gustado entrar por la puerta y encontrármela aquí, pero ahora… ahora, joder,
quería romper algo.
—No era mía, sino de una amiga. ¿Por qué te pones así?
Me puse de pie y me alejé, pero estaba tan enfadado que no pude evitar soltar
lo primero que me vino a la cabeza.
—Solo un idiota iría por ahí con una moto, ¡la mayoría de los accidentes
mortales en carretera son por gente que va en esas estúpidas motos!
Noah se levantó apretando los labios y dejó el libro sobre el sofá de cualquier
manera.
—¡Tú tienes moto!
—Yo no soy tú, yo no tengo accidentes.
—¿Insinúas que yo sí soy idiota, entonces?
Apreté la mandíbula con fuerza.
—No vayas en moto, eso es lo único que te estoy diciendo —repuse
intentando tranquilizarme. Noah había tenido un accidente, un maldito
accidente… hacía meses. ¿Dónde había estado yo entonces?
Lejos… muy lejos.
Noah recogió sus libros y se detuvo frente mí antes de marcharse.
—Qué pena que ya no puedas darme órdenes, ¿verdad, Nick?
La observé marcharse con un regusto amargo en la boca.