Culpa nuestra

Capítulo 46

NOAH 
Necesitaba que Nick regresase, el bebé estaba cada vez más grande y se 
notaba. 
No le insistía porque sabía que si no estaba aquí ya, era porque de verdad no 
podía viajar. No dudaba en absoluto de que Nick quisiese estar aquí conmigo 
más incluso que yo, y eso me ponía muy nerviosa. Mi madre ya me había 
llamado dos veces pidiéndome que fuera a visitarla o incluso me dijo que se 
pasaría ella para recogerme e ir a almorzar. Le dije que estaba en plenos 
exámenes, que iría yo a verla en cuanto pudiese, pero me conocía lo suficiente 
como para notarme rara al teléfono. 
—Hay algo que me ocultas, Noah, pero está bien, ya hablaremos cuando nos 
veamos —me dijo el miércoles siguiente. 
Steve era el único, aparte de Lion y Jenna, que sabía lo que ocurría. Yo no se 
lo dije, pero solo hizo falta ver cómo me trataba para comprobar que estaba al 
tanto de todo. Supongo que conocía todo el percal: Nick debía de haberlo 
informado. 
Tres semanas y media después de que Nick se fuera tuve un grave problema 
cuando abrí mi armario y vi que ya prácticamente nada me iba bien. Ya no había 
forma de ocultarlo, me entró tal pánico que llamé a Nicholas sin importarme que 
estuviese reunido u ocupado. Lo cogió al primer timbrazo. 
—Tienes que volver, Nicholas —le pedí intentando contener las lágrimas—. 
Ya no puedo ocultarlo… ¡Estoy gorda! La ropa no me entra, la gente ya ha 
empezado a mirarme raro… ¡Tienes que volver! ¡Tenemos que pensar cómo 
vamos a decírselo a nuestros padres! 
Estaba teniendo un ataque de ansiedad en toda regla, de esos ataques 
demenciales que me entraban de vez en cuando. 
—Disculpen un momento —dijo a alguien que no era yo—. Tranquilízate, 
pecas —agregó un segundo después. 
—¡No puedo tranquilizarme! —grité horrorizada. Tenía la habitación hecha 
un desastre, la ropa tirada por todos lados. Ya ni la ropa interior me quedaba 
bien, me veía horrible y encima temía que Nicholas al verme se quedara 
espantado por cómo había cambiado mi cuerpo en apenas unas semanas…—. No 
puedo hacer esto… necesito verte, necesito que me des un abrazo y me digas que todo va a salir bien, necesito… 
—Te acabo de mandar un billete de avión a tu correo —me informó entonces 
en un tono calmado y sereno, todo lo contrario que el mío. 
—¿Qué? 
—Yo también necesito verte, no puedo viajar este fin de semana y por eso te 
he comprado un billete para que vengas tú a verme. Pensaba llamarte esta noche 
y decírtelo, pero como estás teniendo un ataque de ansiedad en toda regla, mejor 
darte la sorpresa ahora. 
Solté todo el aire que estaba conteniendo y me dejé caer sobre el sofá que 
había en una esquina de la habitación. 
—¿Voy a verte este fin de semana? —pregunté repentinamente emocionada. 
Los últimos ramalazos de ansiedad acabaron desapareciendo como las olas 
en la orilla del mar. 
—Sí, amor. ¿Crees que aguantarás sin volverte loca dos días más? 
Puse los ojos en blanco y gruñí enfadada. 
—Si tú estuvieses convirtiéndote en un planeta propio también estarías de 
mal humor, listo —repuse intentando sonar enfadada, pero sin conseguirlo ni de 
lejos. 
¡Por fin iba a sentir sus brazos a mi alrededor y sus labios sobre los míos! 
«¿Has oído, pequeñín? —pensé acariciándome la barriga—. ¡Vamos a ver a 
papá!» 
Como no podía viajar a Nueva York con una sudadera extragrande de los 
Ramones como único atuendo, tuve que ceder ante las insistencias de Jenna e ir 
a comprarme algunas prendas de ropa premamá. 
Odiaba esa palabra: «premamá»… Sonaba fatal, me sentía como un plato 
«precocinado» o algo así. 
—Ya verás como encontramos algo juvenil y que te quede bien. Por suerte 
eres de esas chicas que solo engordan de la barriga; si te miro por detrás no 
pensaría que estas preñada ni de lejos. 
—Genial, Jenna, eso le diré a la gente a partir de ahora: que le hablen a mi 
nuca. 
Estaba un poco gruñona, pero Jenn lo soportaba con paciencia y alegría, cosa 
que me estresaba aún más. 
Intentó arrastrarme a una tienda de alta costura y me negué en redondo. 
Terminé en GAP, donde si me desviaba un poco hacia la derecha me topaba 
con la ropa de mujer normal y corriente, cosa que me suponía un gran alivio 
mental.

Por alguna razón inexplicable la ropa de embarazadas era el triple de cara 
que la ropa normal y me agobié al darme cuenta de que iba a tener que usar la 
tarjeta de Nick. Aún no la había estrenado y odié tener que hacerlo para 
comprarme trapitos estúpidos. 
Me fui directamente a la zona de deporte: cogí un par de leggins y tres 
sudaderas con capucha. Jenna, por su parte, se dedicó a formar conjuntos con 
tres pantalones y sendas camisas y también eligió para mí un vestido de color 
gris ajustado al cuerpo. 
—¿Adónde vas con eso? —dije horrorizada—. La idea es ocultarlo, no 
enseñárselo al mundo. 
Jenna me miró enfadada. 
—Deja de ocultar a mi ahijado, ¿quieres? 
Sus palabras me chocaron por algún motivo que tardé en comprender. El 
bebé se removió inquieto dentro de mí. Ahora podía notar cuándo estaba 
dormido y cuándo no. También había aprendido que si comía azúcar sus 
piernecitas empezaban a bailotear dentro de mí, como si se pusiese loco de 
contento… Había odiado no estar con Nick para que sintiera sus primeras 
patadas, había sido algo increíble y por eso necesitaba que volviese. Se lo estaba 
perdiendo todo. 
No quería ocultarlo… ya no, al menos. 
El viernes por la tarde cogí el vuelo directo Los Ángeles-Nueva York. Nick 
me había reservado asiento en primera clase, lo que agradecí como nunca creí 
que haría. Si me entraban náuseas prefería vomitar en un baño al que solo podían 
acceder unos pocos pasajeros. Porque sí, yo no tenía náuseas matutinas, no, yo 
tenía náuseas a cualquier hora del día. Otra cosa que sumar a la lista de un 
embarazo totalmente fuera de lo común. 
Se tardaba unas cinco horas y media en llegar a Nueva York, y estuve 
dormida prácticamente durante todo el trayecto. Llegué a eso de las nueve de la 
noche. 
Haciéndole caso a Jenna me había puesto un poco más mona, ya que me 
decidí por un vestido gris ajustado al cuerpo, un abrigo negro y mis Adidas 
preferidas. 
Iba cómoda y mi pequeña barriga se marcaba como diciéndole al mundo: 
«¡Aquí estoy!». 
La gente me miraba diferente, hay una energía extraña cuando una está 
embarazada, es como si fueses una pequeña bomba de relojería a la que la gente 
mira con ilusión, nerviosismo y admiración. Era la primera vez que iba por la 
calle como una embarazada oficial, no sé si me explico, y me gustó la sensación.




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