Culpa nuestra

Capítulo 56

NOAH 
Las horas que precedieron a la llegada al hospital fueron las más dolorosas y 
las más angustiosas de mi vida. 
Como yo había supuesto era pronto para que el bebé naciera, pero al haber 
roto aguas Andrew se había encajado en el canal de parto y ya no había vuelta 
atrás. Dilaté muy rápido y en cuanto llegué me llevaron directamente a la sala de 
partos. ¡Ingenua de mí!, pensé que en cuanto ya fuese hora de empujar las cosas 
irían igual de rápido que con la dilatación, pero nada más lejos de la realidad: 
estuve ocho horas empujando. Ocho horas durante las que todas mis fuerzas se 
evaporaron y creí que no iba a ser capaz de continuar. 
—Noah… tienes que seguir, tienes que empujar, pecas, una más… solo una 
vez más. —Nicholas me hablaba al oído. Me tenía fuertemente agarrada por las 
dos manos y lo más probable es que acabase rompiéndole todos los dedos. 
—Estoy muy cansada… —confesé relajándome tras una de las muchas 
contracciones. Me dolía todo el cuerpo, me parecía que la epidural había perdido 
su efecto hacía ya tiempo y yo solo rezaba para que todo acabase de una vez. 
Oía a los médicos hablar en voz baja, decían algo sobre mi pelvis y que el 
bebé no tenía el espacio suficiente para salir. Siempre lo supe: mi útero no estaba 
hecho para tener bebes. 
—Nick… sácame de aquí… llévame lejos, no soporto más este dolor —le 
imploré llorando mientras veía cómo sus ojos se humedecían igual que los míos. 
—Cuando esto termine nos iremos, amor, te llevaré conmigo a donde 
quieras, pero ahora tienes que empujar. 
Otra contracción hizo que el vientre se me pusiese como una piedra, apreté 
los dientes con fuerza y volví a empujar. Las enfermeras me animaron y el 
médico siguió diciéndome que empujara. Alguien me puso un paño mojado en la 
frente y cuando noté que la contracción cesaba y el bebé seguía sin salir quise 
morir. 
—Esto no funciona… —me lamenté. 
—Doctor, ¡está agotada! ¡Haga algo, joder! 
—Hacer una cesárea ahora sería peligroso para la madre —respondió el 
ginecólogo. 
Vi cómo Nick palidecía.

—Noah… quiero que en la siguiente contracción empujes con todas tus 
fuerzas, ¿de acuerdo? Voy a usar los fórceps para sacar al bebé, tiene que salir: 
hay sufrimiento fetal. 
Mi bebé estaba sufriendo, sufría por mi culpa, sufría porque no era capaz de 
ayudarlo a salir. 
—Incorpórate —me indicó el médico y apenas tuve fuerzas para levantar la 
cabeza—. Señor Leister, siéntese detrás de ella para que apoye la espalda contra 
su pecho. 
Nicholas hizo lo que le pedían y saber que estaba entre sus brazos me dio 
fuerzas para seguir. 
—Tú puedes hacerlo, amor… Vamos, solo una vez más. 
La siguiente contracción vino segundos después. No sé ni de dónde saqué 
fuerzas, pero lo hice. Apretando las manos de Nick con fuerza, empujé y empujé 
hasta que prácticamente perdí el conocimiento. 
—¡Ya sale! —anunció el médico y un minuto después escuchamos el llanto 
histérico de un bebé muy enfadado. 
Me dejé caer sobre Nicholas, no era capaz ni de permanecer con los ojos 
abiertos. 
—Noah… es precioso… Míralo, amor. 
Abrí los ojos y la enfermera se acercó con algo muy pequeño envuelto en 
una mantita azul. 
—Es un niño muy guapo —me comentó la enfermera al tiempo que me lo 
tendía para que lo cogiera. 
Los brazos me temblaban y Nick me ayudó desde atrás para sujetarlo contra 
mi pecho. 
—¡Dios mío…! —exclamé emocionada. 
Andy dejó de llorar en cuanto escuchó mi voz. Se me saltaron las lágrimas y 
me incliné para darle un beso en su cabecita apenas cubierta por una matita de 
pelo negro. 
—Es perfecto… —escuché que decía Nick en mi oído—, gracias por esto, 
Noah. Te quiero muchísimo, lo has hecho genial. 
Justo entonces Andrew abrió los ojos y nos miró con curiosidad. Dos faroles 
azules como el cielo nos dejaron a los dos sin aliento: era clavadito a Nick. 
No pude seguir mirándolo embobada porque me lo quitaron de las manos. 
—Tendrá que estar en la incubadora hasta asegurarnos de que todo está 
correctamente. Este chiquitín tenía muchas ganas de nacer. 
Me mordí el labio con fuerza cuando escuché cómo volvía a llorar, furioso 
porque volviesen a molestarlo. Había estado tan a gusto conmigo…

Andrew Morgan Leister nació un sábado de julio y pesó dos kilos exactos. 
Pasó dos noches en la incubadora hasta que por fin pude tenerlo conmigo. Me 
dieron el alta unas horas después y Nick nos llevó a casa para que pudiésemos 
descansar. Yo aún me sentía floja y agotada. No había dormido más que unas 
horas, preocupada por mi precioso bebé, el bebé que en ese momento estaba 
plácidamente dormido en la sillita de coche que teníamos en el asiento de atrás. 
Nick no se había separado de mí ni un minuto, estaba igual de cansado que 
yo, pero se le veía más feliz que nunca. 
Nuestros padres habían estado en el hospital, todos estaban locos con 
Andrew, todos querían cogerlo, dormirlo y arroparlo, pero mi hijito solo 
encontraba paz entre mis brazos. 
Cuando llegamos a casa, me encontré con un montón de globos y cestas de 
regalo con tarjetas en las que nos daban la enhorabuena. Habíamos sido 
acosados por los periodistas al salir del hospital y nunca creí que se fuesen a 
molestar en regalarnos algo. 
Nick se ocupó de bajar la sillita con Andy dentro y agradecí poder volver a 
casa. Los últimos días habían sido una locura. 
Cogí a mi bebé en brazos y subí hasta nuestra cama. Nick vino detrás de mí. 
Debería haberlo acostado en su cuna, esa cuna tan preciosa que teníamos 
preparada para él en su habitación, pero me dolía solo pensar en dejarlo ahí 
solito. Nos acostamos juntos, con Andy entre los dos. 
—No puedo creer que ya esté aquí con nosotros —me confesó Nick mientras 
pasaba uno de sus dedos por los mofletes rosados de Andrew. 
—Es el bebé más bonito que he visto en mi vida —declaré agachándome 
para olisquearle la cabecita. Olía tan exquisitamente bien… 
No es por el hecho de que yo fuese su madre, es que era un bebé hermoso. 
Todo ojos azules y mofletes gordos. Jenna le había regalado la ropita que 
llevaba puesta, un conjunto azul turquesa con la leyenda «Soy el número 1» 
grabada en el centro. 
Sonreí feliz de estar en casa, de estar con Nick, de que lo peor ya hubiese 
pasado… O eso creí entonces. 
Por raro que parezca, no nos resultó complicado adaptarnos a Andy. No era 
un bebé que llorase todo el día, al contrario, a veces teníamos que despertarlo 
nosotros para alimentarlo. 
Por alguna razón desconocida solo había podido darle de mamar las dos 
primeras semanas después de que naciera. Empecé a notar que al bebé le costaba 
succionar y que, en realidad, ya no podía seguir amamantándolo. Me dolió 
perder ese vínculo especial con él, no hay nada más mágico que darle de comer a tu bebé, de sentirlo contra ti, pero no hubo nada que pudiésemos hacer. 
—Míralo por el lado positivo —dijo Jenna, que acunaba a Andy mirándolo 
embelesada—. No se te caerán las tetas. 
Puse los ojos en blanco. Si alguna vez era ella la que tenía un bebé 
entendería por qué estaba tan deprimida por ese tema. 
—Quiero uno —declaró entonces Jenna cogiéndome desprevenida. 
Me reí mientras seguía doblando y colocando la ropita de Andy en el armario 
de su habitación. Tenía tanta ropa que la mitad no iba a poder llegar a ponérsela. 
Andrew crecía a pasos agigantados, nada que ver con lo pequeñito que era 
cuando nació. Ahora ya pesaba casi cuatro kilos y medio. 
—Díselo a Lion —le dije sentándome frente a ella y observando el vaivén 
del chupete en los gorditos labios de Andy. Al haber dejado de darle el pecho, 
habíamos cedido ante ese capricho. Andrew no se separaba del chupete ni a la 
fuerza. 
—Se lo he dicho… Pero dice que quiere esperar —me explicó haciendo una 
mueca—. Tendré que hacer algún truquito para que pase un accidente. 
—¡Jenna! —exclamé abriendo los ojos como platos. 
Mi amiga se rio y sus carcajadas despertaron al bebé. Se lo quité de las 
manos mientras lo acunaba para que volviese a dormir. 
—¡Es broma! —repuso Jenna divirtiéndose a mi costa. 
Al rato Lion y ella se fueron y Nick vino a buscarme. Me encontró sentada 
en el sofá con Andy despierto pero calmado entre mis brazos. Sus ojitos no se 
separaban de los míos, parecía querer decirme algo. 
Nick me besó en lo alto de la cabeza y se sentó frente a mí, en el reposapiés. 
—Te veo bien —me comentó sonriendo, inclinándose sobre sus rodillas y 
fijando sus ojos en los dos. 
—Es increíble que ya hayan pasado tres semanas desde que estaba 
empujando sin descanso para sacar a este pequeñín —dije acariciándole el pelito 
oscuro con los dedos. Tenía la piel tan suave que podría pasar horas 
acariciándolo. 
—Quería decirte una cosa, Noah —me anunció Nick repentinamente serio. 
Levanté la mirada para fijarla en él. 
—¿Ocurre algo? 
Sabía que había estado nervioso porque el juicio contra el hombre que le 
había disparado se celebraba dentro de dos semanas. Todos aguardábamos 
ansiosos el momento en el que encerraran a ese mal nacido entre rejas. 
—No ocurre nada… o en realidad ocurre todo —me contó cogiéndome la 
mano y besándome los nudillos—. Quería decirte que me has hecho el hombre 
más feliz del mundo, pecas —dijo inclinándose y besando la coronilla de Andy, que ya había cerrado los ojos, dormido y ajeno a todo—. Todo lo que hemos 
vivido, todas las situaciones que hemos tenido que afrontar juntos… Ya ha 
pasado muchísimo tiempo desde ese primer beso que nos dimos sobre ese coche, 
una noche de verano como esta, bajo las estrellas. Recuerdo que moría por una 
excusa que me llevase a saborear tu boca, tocar tu piel y acariciarte por todas 
partes. Me has hecho mejor persona, Noah, me has salvado de una vida solitaria 
y vacía, una vida en la que el amor no tenía cabida y estaba gobernada por el 
odio. Siempre eres capaz de encontrar la forma de justificar los errores de la 
gente, siempre quieres ver el lado positivo en todas las personas que aparecen en 
tu vida… Y si hay un error injustificable que pueda aplicárseme es no haber 
hecho esto antes… 
Con el corazón en un puño vi cómo sacaba una cajita de terciopelo negro de 
su bolsillo. Cuando la abrió me quedé sin respiración al ver un anillo precioso, 
deslumbrante. 
—Cásate conmigo, Noah… comparte tu vida conmigo de una vez por todas. 
Sé mía y yo seré tuyo para siempre. 
Me llevé la mano a la boca, quedándome momentáneamente sin palabras. 
—Yo… —Seguía con un nudo en la garganta. Me fijé en Andrew, dormido 
entre los dos; de repente me temblaban las manos. Nick cogió al bebé y lo 
depositó en la cuna con cuidado. 
Después vino hacia mí, se arrodilló delante de donde estaba sentada y clavó 
sus ojos en los míos. 
—¿Qué me dices, pecas? 
Una sonrisa apareció en mis labios sin poder hacer nada para evitarlo. Tiré de 
la solapa de su camisa y lo besé en la boca con vehemencia. 
—¿Eso es un sí? —preguntó sonriendo contra mis labios. 
—Claro que sí —afirmé emocionada, con los ojos húmedos de felicidad. 
Nick me cogió la mano y me colocó el anillo en el dedo anular de mi mano 
izquierda. 
—Te quiero tantísimo… —dijo besándome otra vez. 
Me cogió en volandas y me llevó hasta la habitación. Nos amamos con 
locura, nos acariciamos, nos besamos y nos hicimos todo tipo de promesas. 
Quise que me colmara de besos y lo hizo, quise sentirlo muy muy cerca y me 
complació de la mejor manera… 
Cuando Andrew cumplió un mes, Nick tuvo que volver a trabajar. En 
realidad no dejó de hacerlo en ningún momento, pero lo hacía desde casa, 
sentado en el sofá y con el portátil sobre su regazo. Me encantaba entrar en el 
salón y verlo con Andy dormido sobre su pecho mientras él tecleaba serio, su mirada clavada en la pantalla. Viéndolos juntos me derretía el alma. Dos cabezas 
morenas, dos pares de ojos celestes… eran tan parecidos que a veces hasta me 
molestaba. 
—Estarás contento… —le reproché un día mientras juagábamos con él sobre 
nuestra cama de matrimonio—. De mí no ha sacado ni el blanco de los ojos… 
Nick sonrió orgulloso, pero negó con la cabeza. 
—Tendrá tus pecas… lo sé. 
—Y me odiará por ello. 
Nicholas se rio. 
—Nuestro bebé va a ser un rompecorazones, Noah. No me cabe la menor 
duda. 
Andy se rio por primera vez y los dos lo miramos embobados. Ese niño nos 
había cautivado por completo y ahora estábamos totalmente a su merced. 
Un mes después del nacimiento de Andy, concretamente un lunes, Jenna 
vino a recogerme para ir a dar una vuelta por el centro. Apenas había salido 
desde que había tenido a Andy y aún me ponía nerviosa sacarlo de casa, pero 
tras mucho insistir mi amiga terminé cogiendo el carrito robot, que había 
aprendido a utilizar hacía nada, y nos fuimos caminando hacia el centro 
comercial que había a unas pocas manzanas de casa. Hacía mucho calor, y no 
quería que a Andy le diese el sol, por lo que nos metimos en una cafetería a 
charlar sobre mi boda y todos los preparativos que ya ocupaban la cabeza de 
Jenna. 
—Ya te lo he dicho, Jenn —le advertí con voz cansina—. Estamos 
prometidos, pero no vamos a casarnos hasta que el niño no sea un poco más 
mayor. 
—¡Eso es una tontería! 
—No, no lo es, ¡no puedo organizar una boda y encargarme de un recién 
nacido! 
—¡Ya la organizo yo por ti, tonta! 
Negué con la cabeza exasperada y seguí escuchando su perorata. Nuestros 
padres se habían puesto muy contentos cuando les contamos que íbamos a 
casarnos. A ninguno de ellos le hacía mucha gracia que hubiésemos hecho las 
cosas al revés. A los dos nos habían criado para que siguiésemos las 
convenciones, hasta en el tema de la pareja —enamorarse, casarse, vivir juntos y 
luego tener hijos—, pero Nick y yo habíamos dejado bastante claro que nosotros 
no éramos nada convencionales. 
Siendo sincera, no había pensado ni un momento en el matrimonio, había estado tan centrada en el bebé y en Nick, que me pilló totalmente por sorpresa. 
Éramos muy jóvenes para comprometernos de por vida, pero también lo 
éramos para tener un hijo, y también lo fuimos al vivir experiencias que se 
escapaban a la gente corriente. 
Yo estaba feliz y Nick también, y eso era lo que importaba. 
Un par de horas más tarde decidimos regresar a casa. Steve ya no me 
acompañaba a todas partes. Después de insistirle mucho a Nick, y al ver que 
todo había vuelto más o menos a la normalidad, le hice entender que era 
exagerado tener a alguien cubriéndome las espaldas todo el tiempo. Nicholas, 
por el contrario, se codeaba con gente importante, el juicio era un tema 
mediático que estaba a la orden del día y era a él a quien habían agredido casi 
hasta quitarle la vida. 
Temía por él, Steve era el mejor en su profesión y, hablando claro, el pobre 
se moría de aburrimiento acompañándome al parque o a comprar pañales. 
Nick terminó por aceptar y esa misma noche viajaban juntos a San 
Francisco. 
Me había dicho que iba a intentar regresar por la noche, pero yo sabía que 
sus reuniones allí se alargaban más de la cuenta. Iba a ser mi primera noche sola 
desde que había tenido a Andrew y Nick estaba nervioso. A mí no me 
preocupaba, sabía manejarme perfectamente con el bebé y decliné su oferta de 
acompañarlo. No quería subirme a un avión con un niño de un mes y tampoco 
cambiarle las rutinas. 
Nick dejó de insistir en cuanto le expuse mis razones. 
—¿Seguro que no quieres que te acompañe? —me preguntó mi amiga 
cuando le dije que tenía que pasar por la farmacia. Andrew tenía una erupción 
causada por el pañal y el pobrecito lo estaba pasando bastante mal. 
—No te preocupes —le respondí y me despedí de ella con un abrazo. 
Jenna se agachó para besar a Andy en la cabecita. 
—La ropa que yo le compro es la mejor —sentenció, y no pude evitar poner 
los ojos en blanco. 
Ese día llevaba unos pantaloncitos cortos blancos con una camisetita que 
tenía otro mensaje en el centro. 
SOLO TARDÉ OCHO HORAS EN SALIR. 
—¡Cuida de mi ahijado! —gritó alejándose. 
Fui hasta la farmacia y compré la crema. De camino de vuelta, mientras 
empujaba el carrito por la misma calle que prácticamente recorría todos los días, 
noté una sensación extraña. 




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