Dudé antes de abrir la puerta de mi habitación, consciente de la posibilidad de acabar en la casa de Eros. Todavía dudaba de la legalidad del mecanismo de transporte implantado sin mi consentimiento. Pese a que me había asegurado que no me movería, a menos que realmente lo deseara, el problema continuaba ahí, pues la mayor parte del tiempo me la pasaba pensando en dioses griegos, y dentro de aquella categoría, él era el más citado.
—¿Todo bien? —preguntó Peter, causándome un sobresalto.
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Porque si no supiera que es imposible, juraría que tienes a un león encerrado en tu cuarto.
Tibio, tibio. Aunque yo no compararía a Eros con un león, sino que con una criatura más fastidiosa, como un mono, o algo por el estilo.
—Pero qué tonterías dices —dije, forzando una sonrisa.
El futuro reportero no se tragó mi excusa y le dio un mordisco a la manzana que sostenía en su mano, mientras me escudriñaba, como si pudiera desentrañar lo que había en mi cabeza con solo analizar mi postura.
Nunca fui buena mentirosa, y considerando los problemas con los que trataba últimamente, me resultaba imposible mantener la calma cuando la verdad amenazaba con salir a la luz.
—Bueno, no importa —resolvió finalmente, luciendo esa sonrisa cargada de optimismo que lo caracterizaba.
Después de nuestro encuentro, no fui capaz de entrar a mi habitación, así que regresé al recibidor y saqué una de las manzanas que había en una bolsa sobre la mesa, guiada por el antojo, luego de ver a Peter devorarse una.
—Están buenas —comenté, buscando desviar la atención.
—Sí, la vecina las vende a buen precio, así que le compré unas cuantas —respondió.
Me atraganté con la fruta, obstruyendo totalmente mi garganta. Tocí con fuerza, provocando temblores en todo mi cuerpo. Por un momento creí que moriría ahogada. Rápidamente, mi compañero de piso fue por un vaso de agua y me ayudó a recuperar el aire.
Mi propia voz raspó mis cuerdas bucales cuando intenté hablar.
—Eris... —Fue todo lo que logré articular antes de zamparme el agua.
—Sí, ella es muy amable. Me agrada.
Claro, era tan amable que acababa de emvenenarnos a ambos. Sin pensarlo, me dirigí en dirección al cuarto de baño, en busca de algo que pudiera servir como antídoto.
—Si tan solo supiera qué nos dio —mascullé entredientes—. Al final el trato con Hestia no sirvió de nada, acabaremos muertos de todos modos. Si sobrevivo empezaré a pedir cosas útiles, como aprobar todas mis materias... Sí, por ahí debí partir, ¿quién necesita un novio? Si hubiese pedido un gato no me habría metido en tantos líos...
—¿Liz? —cuestionó el chico, notablemente preocupado.
Entonces el sonido del timbre resonó por todo el departamento.
—¡No puede ser! —exclamé, tomando los hombros del chico—. ¡Llegó Hades!
En su rostro se dibujó la misma mueca que le debían poner a Cristobal Colón cuando decía que la tierra era redonda... ¡Pero al final tenía razón!
—Tranquila, yo iré —dijo, guiándome al sofá—, mientras tanto siéntate y trata de relajarte.
—No, no, no... ¡Peter!
Corrí detrás de él, para evitar que cayera en los embustes del señor de los muertos, pero no logré evitar que descolgara el comunicador.
—No te preocupes, yo te abro —dijo a la persona que estaba del otro lado del teléfono.
Rápidamente, me interpuse entre él y el botón que abría la puerta de entrada, y con la misma violencia, le arrebaté el teléfono.
—¿Cómo sé que no vienes del Inframundo? —interrogué.
—¿De qué hablas, Liz? —Escuché la voz de mi hermana desde el otro lado de la línea—. Olvidé mis llaves, ¿pueden abrirme?
De acuerdo, quizás el caos tardaba un poco en llegar. En una de esas había que esperar al proceso de digestión.
Me quedé como una estatua, pasmada, con el auricular pegado a mi oreja y sin emitir ni un solo sonido. Peter aprovechó el instante para apretar el interruptor que desbloqueaba la entrada.
Escuché el ruido del timbre, y al cabo de unos minutos, un par de pasos en el pasillo, acercándose a nuestra puerta.
—Suelta eso —dijo Peter, quitándome el teléfono que conectaba con el exterior para colgar.
No fui capaz de moverme, ni siquiera cuando Jane entró. Había algo que pintaba mal, muy mal. Eris era la diosa del caos, y no podía confiar en alguien que llevara ese título, sobretodo cuando parecía tan empeñada en arruinar mi paz.
¿Cuál era el maldito problema que los dioses tenían conmigo?
—¿Viste esto? —preguntó mi hermana, mostrándome una hoja de papel doblada, con el sello del poder judicial—. Estaba en la correspondencia.