—Esto es un hospital, no un hotel —reclamó Apolo.
—Por favor, Apolo, todavía tengo que hacerme cargo de las dos esculturas en mi patio, esta es la única manera de que nadie sospeche —supliqué—. Inventa un diasnogtico que no convierta a su familia en otro estorbo.
—Yo no doy licencias falsas, eso es ilegal.
—¿Y desde cuándo te preocupa?
—¿Desde cuándo te importa?
Apreté los dientes, conteniendo mis deseos de golpearlo.
—Por favor, Apolo, te lo imploro.
Me costaba creer que estuviera rogándole, me dolía justo en el amor propio, pero no tenía tiempo para preocuparme por mi orgullo cuando la vida de dos personas estaba en riesgo. Miré a mi lado, en algún universo alterno ahí estaba Fran, lista para echarle en cara a su padre los años de abandono e irresponsabilidad, para así obligarlo a cooperar. En su lugar, Adrian observaba todo desde una cómoda distancia.
—Bueno, ¿y qué gano yo? —inquirió. Esa siempre era la gran pregunta.
—¿No te gustaría aprender sobre filantropía? —pregunté, agotada.
Apolo se cruzó de brazos, descartando totalmente la idea.
—¿Sabías que la solidaridad aumenta el atractivo de un hombre? —interrogó Adrian, sonando tan casual como siempre.
—Creí que la moda de esta época eran los chicos malos.
—Prueba ver cómo los famosos y los políticos tratan de ganarse a la gente cuando necesita aumentar su popularidad —espetó.
El dios lo consideró un instante.
—Hazme un altar —ordenó al herrero.
—¡¿Qué?! —exclamé.
—Ya me oíste quiero un nuevo altar, hace tiempo no recibo un homenaje como corresponde —repuso el dios, con arrogancia.
—¿Y dónde quieres que construyamos un templo donde caiga tu orgullo? —espeté.
—Hecho. —Accedió Adrian, haciendo caso omiso a mis quejas.
—Tenemos un trato —dijo Apolo, acercándose al muchacho, quien inmediatamente se alejó, anticipándose a sus intenciones.
—Apolo no estoy para tus juegos —reclamó.
—Y yo no estoy para escenas —apunté, dirigiéndome a la puerta. Ya sabía que dejar a Adrian solo con el rayito de sol podría considerarse alta traición, pero a estas alturas ya había tenido suficiente de sus propuestas sucias y sus actos pecaminosos. Además, el heredero de Hefesto debía estar acostumbrado a tratar con divinidades a estas alturas de su vida.
—¡Hey! Que somos parientes —reclamó el chiquillo.
—Tenemos suficientes grados de distancia para que no se considere incesto.
Esa última afirmación fue todo lo que alcancé a escuchar antes de salir de la consulta. La secretaria se quedó viéndome con curiosidad, seguramente preguntándose dónde estaba la persona que había entrado conmigo. Le hice una señal para indicarle que todo estaba bien (aunque no lo estuviera realmente), y me senté en la sala a esperar que resolvieran sus asuntos adentro.
Las puertas del elevador no tardaron en abrirse, dejando entrar a Eros, quien no necesitó esforzarse demasiado para saber dónde estaba Adrian.
—No me digas que Apolo ahora cierra sus tratos en privado —comentó, sentándose a mi lado y dándome un suave beso en la frente a modo de saludo.
—Sus métodos son peores que los tuyos —afirmé.
Entonces, el afortunado mortal salió de la consulta, traía el rostro enrojecido y la mirada perdida, rápidamente sus ojos me buscaron por toda la sala, y cuando por fin me encontró, su expresión se tornó sombría.
—Ésta me la vas a pagar —acusó.
—Eh, no te alteres, nunca se sabe dónde encontrarás tu alma gemela —dijo Eros.
—¡Olvida el amor, lo que yo quiero es venganza! —exclamó el chiquillo.
Tiempo atrás habría apoyado su filosofía, y aún en estos momentos, me sentía capaz de apoyar su causa.
—Ya pensaremos en eso —acoté—. ¿Están bien las estatuas?
El dios afirmó.
—La señora Katsaros hasta me ofreció pastel cuando me vio llegar, esa señora es increíble, ni siquiera se inmutó cuando le dije que tenía que dejar un par de esculturas humanas en su garaje —dijo.
—Sí, lo sé. Ella ama la mitología, por eso se casó con mi papá —contestó Adrian con pesar.
Estaba a punto de preguntar, cuando Eros llegó a la conclusión por sí mismo.
—Ya veo, no se enamoró de él, sino de lo que era. —Lo miré extrañada, me costaba acostumbrarme a sus momentos de lucidez, donde realmente se comportaba como un dios serio y comprensivo, dejando a un lado sus bromas y niñerías.