Desperté en una habitación oscura, no podía ver más allá de mi propia nariz, ni estaba segura de lo que las sombras ocultaban. No podía recordar lo último que había estado haciendo, y la cabeza me daba suficientes vueltas como para bloquear mis recuerdos.
Entonces, una voz conocida llegó a mis oídos, y me preparé para lo peor.
—Sabía que vendrías tarde o temprano, pero nunca esperé que fueses tú quién se arrojara voluntariamente —dijo Hades—. Mis apuestas estaban puestas en Artemisa.
Fui consciente de mi propio cuerpo y su ligereza, que en nada se complementaba con la pesadez de mi cabeza.
—¿Cómo bajé esta vez? —inquirí. Mi propio tono se escuchó extraño, como si hiciera eco en las paredes.
—Te dio un coma etílico y creo que te caíste de la escalera —explicó—. Lo siento, no estaba ahí, así que no puedo decirte cómo fue.
Intenté recordar, y la única imagen que llegó a mí fueron los escalones acercándose a mi rostro.
Solo quedaba una pregunta por hacer, y era tan aterradora, que se me quedó atrapada en la garganta. Pude ver en el rostro de Hades que estaba esperando oírla.
—¿Esta vez sí morí?
Una sonrisa maliciosa se formó en su boca. Se acercó lentamente, y acarició algunos mechones que caían sobre mis hombros. Habían vuelto a ser rubios, la última vez que me vi al espejo, eran rojos.
—No, cariño, lamentablemente aún no has muerto —expresó—, pero puedes hacerlo si quieres. Tu espíritu es tan ligero que fue muy sencillo arrastrarlo hasta aquí, no tienes demasiados deseos de aferrarte a la vida por lo que veo.
La verdad, si lo pensaba bien, mi lista de razones para desaparecer de la faz de la tierra era considerablemente más larga, y ni siquiera podía pensar en ese pequeño motivo que todavía me mantenía con vida.
—¿Y por qué me trajiste? —interrogué.
Se encogió de hombros.
—Hambre te extraña.
—Así que le debo la hospitalidad del Inframundo a un perro.
Ni siquiera me di cuenta que había manifestado mis pensamientos en voz alta, pero a Hades no pareció importante, más bien, diría que le hizo gracia.
—Cancerbero en realidad —corrigió—. Pero sí, puedes verlo así. Siéntete cómo en casa, todavía recuerdo que te prometí una habitación aquí, lamento que hayas decidido apurarte tanto en venir, pues aún no está lista. Pero puedes pasear por donde te plazca, tal vez así la transición no se te hace tan difícil.
Miré las sombras que nos rodeaban.
—¿Y a dónde puedo ir? —enfaticé.
—Oh, donde quieras. Ilumínate con tu luz —contestó.
—¿Qué luz?
—La luz de tu vida, por supuesto.
No comprendí a que se refería hasta que se dio la vuelta, y se fue, dejándome sumida en la completa oscuridad, salvo por un pequeño resplandor que emanaba de mi cuerpo. Tan tenue que apenas se extendía más allá de mi propia piel. Éste era mi deseo de vivir.
Caí al suelo y dejé que suaves lágrimas rodaran por mis mejillas. Me sentí tan inestable, tan torpe y tan inútil. En lo único que podía refugiarme era entre mis lágrimas.
No podía decir que no lo había intentando, me levantaba todos los días con la esperanza de que fuera un poco mejor, y no perdía la fe, aunque en las noches me fuese a dormir decepcionada. Cuidé a las personas que quise, aunque no tuviese la fuerza suficiente para cuidarme a mí misma. Siempre hubo un poco de tristeza incluso en los momentos que podia llamar felices, y luché para que no me hiciera caer, no demasiado.
Pero aquí estaba, en el fondo de todo, y no tenía deseos de ponerme de pie. Solo quería acurrucarme en el diminuto espacio que mi espíritu alcanzaba a iluminar, y llorar.
Unos ladridos me alcanzaron, pero no fui capaz de ver al canino sino una vez que lo tuve al lado. Su cuerpo resplandecía con mucha más fuerza que el mío. Realmente los animales son increíbles, él vivía aquí rodeado de muerte, y aún así estaba lleno de vida. Extendí mis manos y él se dejó acariciar en silencio. Su consuelo me hizo sentir mejor.
—Debo parecerte muy patética ahora —murmuré, una vez que mis sollozos cesaron.
Él me miró como si no me hubiese deshecho en lágrimas hace unos minutos. Su rostro me decía: "Todo está bien", y el mío no sabía cómo responder.
—Eres demasiado optimista, amigo.
Me dormí en la penumbra, y desperté envuelta en la misma oscuridad, era tan deprimente que combinaba con mi ánimo. A mi lado, Hambre no se había movido ni un centímetro. La rutina se repetió tantas veces que perdí la cuenta, ya que ni siquiera era capaz de distinguir entre el día o la noche. Hubo momentos en que me pregunté si realmente valía la pena seguir en este limbo, quizás solo debía morirme y ya. Pero pasaba el tiempo, y todavía seguía atada a ese algo desconocido.