Cupido por una vez

Capítulo 68

El sabor metálico de la sangre inundaba mi boca. Sabía que iba a terminar con unos bonitos moretones repartidos por toda la piel y con un poco de suerte, las heridas no serían graves.

—Estoy tan decepcionado de ti, Elizabeth. Me mientes, te rebelas, y por poco me matas el otro día. ¿Qué hice para tener una hija así?

Escupí al suelo, y me apoyé en la mesa que tenía a mi lado para sostenerme en pie.

—Le habría hecho un favor a la humanidad librándola de ti —espeté.

Volvió a golpearme y está vez caí al suelo. Me estrellé contra el piso, duro y frío, y continué recibiendo toda la fuerza de sus arremetidas. Sabía que se estaba desquitando conmigo, estaba saciando sus deseos de violencia, de ver al más débil sumido bajo su brío. Estaba siendo la víctima de sus fantasmas, como si hiriendo a otros pudiera tenerlos bajo control. No era así, ésta jamás sería la solución y eso solo aumentaba sus deseos de destruir, de pulverizar, derrengar, herir y lastimar a otro. 

Y ese otro muchas veces fue mi madre, pero ese día no. Ese día era yo.

Cuando los embustes al fin terminaron, me di la vuelta e hice un esfuerzo por ponerme de pie, pero mi cuerpo no tenía suficiente fuerza.

Me había golpeado hasta quitarme el aliento. Hasta llenar mi cuerpo de moretones. Hasta dejarme postrada, de rodillas, sosteniéndome sobre mis cuatro apoyos, como un animal, para no desfallecer en medio de la habitación. 

Pensé en mi madre. En todas las veces que había visto esta misma escena a la distancia, ajena al dolor físico que significaba, y sin darme cuenta del daño psicológico que le infringía. 

Comprendí que soportar este nivel de tortura día tras día había acabado por doblegar su carácter, la había vuelto frágil, débil. No sólo porque la persona que alguna vez amó la trataba de una forma inhumana, sino porque jamás encontró el consuelo en nadie a su alrededor. Cuando pidió ayuda, su familia nunca le tendió una mano. Y eso, acabó por silenciarla.

Pero a mí no.

Mi espíritu seguía intacto, y no iba a decaer. Porque yo no quería esconder su abuso, había pasado toda la vida deseando poder confesarlo, gritarlo a los cuatro vientos y que todo el mundo se enterara, hasta que algún ente divino decidiera hacer justicia.

Y si hoy lograba hacerlo pasar una noche en prisión, sentiría que había ganado esta batalla.

—Eres un poco hombre —murmuré, en el suelo. Agarré mi confianza y añadí en voz alta—: un estúpido, un mal nacido, una mierda de persona. ¡Me da asco ser tu hija! ¡Me odio por llevar tu sangre en mis venas! ¡Te odio por haber arruinado mi vida, la de mi hermana y la de mi mamá! Y si no te maté, fue porque mereces pudrirte en la cárcel antes de encontrar consuelo en la muerte. 

Volví a recibir una patada en el costado que volvió a arrojarme al suelo.

—Yo jamás debí permitir que Amaya tuviera otra hija, eres un desastre. Ni siquiera de rodillas eres capaz de morderte la lengua —acusó.

—Mi mamá jamás debió permitir que siguieras haciendo lo que quisieras. ¡Eres un monstruo!

Se dio media vuelta, y aproveché la oportunidad para recobrar el aplomo. Fueron solo unos minutos, ya que a los pocos minutos regresó con el mismo rifle que yo había usado para correrlo de la casa.

Tragué saliva. Sabía que era un idiota sanguinario, pero jamás esperé que pudiera llegar a amenazarme con un arma. 

Esto se estaba saliendo de control.

Tomé uno de los platos de la mesa y se lo lancé, impactando en su frente. Mi puntería definitivamente había mejorado.

Mientras se tocaba la herida que le había logrado infringir, intenté escapar, pero él reaccionó, agarrándome del pelo y tirándome hacia atrás. Antes que pudiera darme cuenta, me golpeó con la culata del rifle. Rápidamente la sangre brotó de mi nariz. 

Y aún así, tuve la valentía de mirarlo desafiante.

—¿Qué? ¿Acaso no te atreves a disparar? —exclamé, perdiendo el control sobre lo que decía. Mis pensamientos estaban teñidos de rojo, no había espacio para la lógica o el raciocinio. Mi cabeza ardía en llamas—. ¡Mátame de una vez, maldito infeliz! A ver si así, por fin te llevan preso.

Volvió a golpearme. 

Una vez, dos veces, tres...

No había razón ni cordura. Solo sangre y violencia. Brutalidad. Crueldad.

Me esforcé en no perder la conciencia, y continué recibiendo las arremetidas, odiando mi propia debilidad. Mi incapacidad de poder devolverle al menos un solo golpe.

Y de pronto se detuvo.

Parpadeé varias veces, aclarando mi mente para entender qué sucedía.

Mi padre estaba de pie, contemplando a tres mujeres altísimos y delgadas, vestidas con largas capas, cada una sosteniendo un bastón de madera. Eran damas viejas, cuyos rostros estaban cubiertos de arrugas, pero con un porte magistral. Primero pensé que eran manifestaciones de la muerte, que venían a buscarnos, hasta que una de ellas habló.



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En el texto hay: romance, cupido, mitologa

Editado: 27.08.2018

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