Daño Colateral

Capítulo 30

Capítulo 30

42 días después del suicidio

Alex

Llevaba despierto desde la madrugada, pero solo abrí los ojos cuando mamá corrió la cortina y los rayos del sol me pegaron directo en la cara. Era una sensación casi agónica. Ella, desde dos semanas atrás, llevaba apareciéndose por la habitación y haciendo exactamente lo mismo. Aunque la única reacción que conseguía de mi parte era moverme o cubrirme con una sábana. Tampoco tenía muy claro que era lo que esperaba de mí o bueno, debía confesar que me hacía él de oídos sordos, porque no quería irme de la casa ni mucho menos tener que entrar en retrospección en cuanto a mi deplorable situación actual.

          En todo el tiempo que llevaba ahí, lo máximo que había conseguido era salir un par de veces al jardín, para tomar el sol. Más en contra de mi voluntad y con la irrisible insistencia de mi papá en que salir me permitiría ver las cosas desde otra perspectiva. Y no era tan pesimista, pero no me sirvió de mucho. Solo es que, muchas veces, hace falta más que la buena voluntad para que las cosas del corazón dejen de doler tanto.

          Había trascurrido un meses y un poco más desde que Anne ya no estaba más, pero me seguía doliendo como el primer día, o incluso más que el segundo. La necesitaba a ella, más que salir a observar los pájaros volar o como florecían las plantas. Era una cuestión de sentido, más que de fuerza de voluntad. Una cuestión de perdida más que de despedida. Era un enfrentamiento con la realidad y no con la ilusión imaginativa. Porque cuando alguien desaparece de tu vida siempre queda la posibilidad y la probabilidad de volver a encontrarla, pero cuando alguien muere es eso, se muere —por más absurdo que parezca— y no hay manera alguna ni de tiempo ni de espacio, que volvamos a coincidir. Es el final absoluto de todo, absoluto e irremediable.

Y no era que no lo hubiera intentado, lo de dar pasos adelante. Un día —quizá el más próximo a mi llegada a la casa de mis padres— me levanté con la idea impregnada en la mente, que debía continuar con mi vida, que eso era lo que Anne hubiera deseado para mí, o que, en circunstancias contrarias, lo que yo hubiera deseado que ella hiciera. Pero fue en ese instante, en aquel profundo sentido y el momento de pensamiento, que lo que había dicho; «Lo que Anne desearía para mí», todo se vino a bajo. Porque volvía a invadirme, no solo el dolor de la perdida, sino también las cuestiones de la forma. Que se hubiera quitado la vida y por añadidura, la mía igual. Había muchas más cosas inmiscuidas en aquella erradicación completa de sí misma, de su esencia, de lo que decía y también de lo que callaba. Nos sentía como dos seres apócrifos, condenados a habitar solo nuestras memorias.

Silvie me había dado la posibilidad de hablarle, por medio de aquella carta que posteriormente quemé y quizá en mi más profundo sentido de inocencia creí que algo podía cambiar, que el dolor se volvería más ameno de sobrellevar. La realidad era que no había sido el caso, las palabras que escribí, lo que dije, no fue a ningún lado, no se transformó en nada. No me quitó la culpa que sentía, porque entre tanto, también me acobijaba la idea de que era mi culpa. Y quizá de ahí se erradicaba la cuestión de que nunca iba a tener la certeza de cual había sido el motivo verdadero que la llevó a ese extremo. Por supuesto, todos habíamos sacado nuestras propias conjeturas y quizá podíamos acercarnos a la verdad, pero nunca sería la universal, porque en aquella rebeldía que la invadió en ese tiempo, también se aseguró de que su recuerdo viniera acompañado de la sensación de culpa, de no haber estado, de no haber escuchado, de no haberla ayudado.

En aquel silencio, que se había vuelvo perpetuo, se abrió la brecha de una conjetura que nunca sería resulta; era la nuestra, esa que ahora me envolvía bajo las sábanas, que me mantenía preso en aquella habitación y que me quitaba el sentido de la vida.  

Mamá salió y entró en la habitación varias veces más aquella mañana, aun sin haberse dirigido a mí. La primera vez entró con una silla, luego fue al baño, tardó un rato ahí, para después salir con una toalla y otras cosas. Me pareció que creía que aun seguía dormido o que esperaba que fuera por mi propia voluntad que me levantara y le preguntara que se suponía estaba haciendo. Por supuesto, continué en silencio, tratando de no perderme entre tantas divagaciones, que también se estaban haciendo más comunes en mí.

El perro, que estaba acostado en mis pies, por alguna razón se empeñaba en mantenerse junto a mí. No le gustaba abandonar la habitación ni siquiera para comer, cuestión que los obligó a llevarle el alimento hasta el pie de la cama. Papá lo sacaba al parque dos veces al día, para que hiciera del baño, pero se estaba volviendo también complicado, porque después comenzó a optar por hacerlo en el balcón que tenía mi habitación. Era un desastre, pero quizá se sentía igual que yo y le parecía innecesario agotar la poca energía que tenía.

En cuanto a mí, me pasaba la mayor parte del día acostado y la otra, haciéndome trinchera en el mismo balcón que usaba el perro. Lo cual significaba una terrible degradación para los dos.  

Sabía, por mis papás, que el conservatorio había rescindido el contrato que tenía con ellos, que Emilie me odiaba, quizá con la fuerza que le había faltado para alejarse; que Grover llamaba una vez por semana para asegurarse de que seguía con vida, haciéndoles prometer también que me dijeran que me quería mucho y que extrañaba los buenos tiempos. Y, por otro lado, que Lucas pensaba comprometerse con la mujer que salía, de la que ya ni siquiera recordaba el nombre. Él me había escrito una nota —la había leído mamá— en la que hablaba sobre aquellas cuestiones que obviamos en la adolescencia y que cuando creces te das cuenta de que son imprescindibles; el amor, la compañía y los buenos amigos. Me llamó en aquella nota, uno de sus pocos amigos y se disculpó por todo lo que había pasado. Del mismo modo, que esperaba volver a verme y que entonces haríamos las cosas que una vez prometimos —en aquella adolescencia que ahora parecía el sueño de otra vida— que formaríamos una banda de música Indie y recorreríamos el país tocan en bares y festivales de dudosa reputación. En esos mismos día de la nota, preso de un dolor insostenible, terminé estrellando mi teléfono contra la pared y con ello destruyendo una de las pocas cosas que guardaba con Anne, la única fotografía que nos habíamos sacado en todo aquel tiempo en que pasamos juntos. Ser consciente de eso me lastimó profundamente, porque yo lo había causado, quizá tratando de descargar el dolor a causa de su misma ausencia.




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