Dante

25. La esencia del vampiro

—¿Qué narices estás haciendo, Dante? —le pregunté, asegurándome de que nadie nos había seguido hasta aquel callejón por el que solía atajar para llegar a la cafetería.

Él pasó su pulgar por una de sus mejillas, atrapando así las gotas de sangre fresca que se hallaban allí.

Sus fríos y vacíos ojos se clavaron en mí a la vez que se metía el dedo en la boca, tal vez intentando provocarme. Vi cómo acariciaba sus labios carnosos y dejaba sobre ellos el rastro de sangre que había yacido sobre su piel segundos antes y, sin poder evitarlo, la relamió, pasando su lengua por ambos labios con una tentativa lentitud.

Tragué saliva. ¿Qué se suponía que iba a conseguir con eso?

—Disfrutar de la muerte —respondió, ladeando una sonrisa burlona.

¿A qué muerte se refería? ¿A la suya, o a la de quien perteneciera aquella sangre?

Di un paso atrás, intentando separarme de él.

—¿Has matado a Savannah ya? —solté con firmeza, intentando que su penetrante mirada no me afectara en absoluto.

Él chasqueó la lengua, antes de volver a sonreír. ¿Qué era tan divertido?

—Hace tiempo que no mato a nadie —susurró, antes de acorralarme contra la pared de aquel edificio en un rápido movimiento que no pude prevenir.

Dejó sus dos manos a la altura de mi cabeza, una a cada lado, y bajó su cabeza para que su rostro quedara a pocos centímetros del mío.

«Diablos, Dante».

Su respiración era pausada, al contrario de la mía, realmente agitada, casi tanto como el latido de mi corazón. Estaba segura de que él podía oírlo incluso si no se encontrara tan cerca de mí, aunque en aquel momento quedaba claro que prácticamente podía sentirlo como si fuera el suyo propio.

—Casi me mataste cuando me diste tu sangre, lo sabes, ¿no? —murmuré, intentando alejarlo.

Él esbozó una pequeña y juguetona sonrisa.

—No puedes tener el veneno de un vampiro y la sangre de otro en tu organismo —respondió.

Así que sí había intentado matarme.

—¿Y por qué lo hiciste, imbécil? —gruñí, colocando mis dos manos sobre su duro pecho, intentando apartarlo de mí.

Su ceño se frunció al oír mi última palabra, como si le hubiera extrañado.

«Oh, mierda, acabo de insultar a un señor mayor».

—Si no podías moverte, te verías obligada a quedarte conmigo —confesó en un susurró, acercando sus labios a mi oreja.

Estaba a punto de sufrir un paro cardíaco si mi corazón no explotaba antes. Mis piernas flaqueaban y estaba segura de que todo mi cuerpo era una maldita panna cotta.

—Quítate de encima, me vas a aplastar —murmuré, colocando mis manos sobre su pecho. Error.

Sentía sus músculos tensarse al contacto con mis dedos cálidos y su respiración, contra mi oreja, se aceleró de pronto.

«Madre mía, santa, católica y apostólica.»

—¿Por qué intimas con mis hermanos y no conmigo? —preguntó con dureza, apartándose para clavar su fría mirada en mi rostro.

Relamí mis labios, intentando recuperar el aliento. ¿Qué se suponía que significaba aquella escena?

—No creo que haya intimado con ninguno de ellos —me apresuré a aclarar, intentando evitar sentirme idiota. Aunque ya lo era.

—Os vi —susurró, y sentí que aquellas dos palabras se clavaban con fuerza en mi pecho, oprimiendo un dolor hasta ahora desconocido.

Su mirada fría y vacía no mostraba emoción alguna, aunque sus puños apretados a ambos lados de su cuerpo eran más que suficientes para mostrar que no estaba demasiado a gusto con aquella conversación.

Tragué saliva, apoyando mi espalda contra la fría pared, sin apartar la mirada de la de Dante.

—¿Estás celoso? —solté, sin pensarlo.

Inmediatamente me llevé una mano sobre mis labios, analizando el daño de mis palabras estúpidas.

«¿Qué narices acabo de decir?».

Vi cómo el rubio frunció el ceño, bajando ligeramente la barbilla, endureciendo los gestos que su precioso rostro mostraban.

Sentí cómo el calor subía a mis mejillas, aunque probablemente no estaba roja. Mi rostro era uniformemente pálido, exceptuando las pecas que descansaban en mis mejillas y frente.

—No digas estupideces —gruñó con dureza.

Asentí con la cabeza, sintiendo cómo su mirada excepcionalmente helada me atravesaba con fiereza.

Quise aparentar tranquilidad, aunque realmente la forma en la que sus ojos estaban fijos en los míos me daba escalofríos.

—Valentino es tuyo hasta que la luna llena corone la oscura noche y debo contener mis ganas de beber de tu sangre caliente hasta que eso ocurra —escupió, con la voz grave.

Sentí la terrible necesidad de apartarme de él de pronto, reacia por primera vez a su presencia.

Realmente me había sentido atraída hacia él desde el momento en el que mis ojos se posaron en su cabellera rubia y sus iris verdes, aunque, en aquel momento, ni siquiera aquello parecía ser suficiente como para querer estar cerca suyo.

Su alma debía de estar muerta de verdad.

—¿Dante Della Rovere? —dijo una voz al principio de la calle.

Ambos nos giramos hacia el chico de cabellos castaños que alzaba su placa identificativa con el pulso tembloroso.

La mirada oscura de Gavin se mantenía fija en su objetivo, aunque realmente no sabía qué estaba haciendo allí. Se suponía que no podía ejercer de policía hasta que descubrieran a quién había disparado.

—¿Algún problema, agente Clarke? —dijo con educación el vampiro, irguiéndose y relajando sus puños, hasta ahora apretados, antes de llevar una mano a su mejilla y eliminar cualquier rastro de sangre que pudiera haber quedado allí.

Gavin dio un paso hacia adelante, con intención de acercarse al rubio, aunque, cuando éste hizo lo mismo, se detuvo, mostrando su evidente nerviosismo.

Una pequeña sonrisa se dibujó en el rostro de porcelana de Dante, burlándose del exnovio de la última muerta de Aurumham.

—Hace días que el departamento le busca. Queríamos hablar con usted, ya sabe, de la zona prohibida —murmuró con la voz temblorosa el agente.




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