Darad: el demonio blanco

|I|⧞ Deseo inconcebible ⧞

Gremio de hechiceros de Veú, Vizhia, Spelldamn.

La criatura con apariencia de un hombre se movía entre la oscuridad de una noche de invierno. Una gracia sobrenatural acompañaba sus movimientos y unos pares de colmillos sobresalían de las comisuras de sus labios, aguzados como la punta de un grueso alfiler.

Tres imponentes torres se alzaban frente a él, camufladas con el color negro de las sombras; sembradas para hacerlas parecer una parte más de la noche a su alrededor. Se movió entre ellas con pasos ligeros y rápidos, las grandes prendas de cuero que cubrían su cuerpo eran de color blanco, algo pesadas y viejas, y al igual que su cabello se mezclaban de forma fácil con ayuda de la nieve que brotaba del cielo. Era una sombra blanca en el corazón de la oscuridad.

Darad, el demonio blanco.

Así lo llamaban en sus tierras, no era tanto por su pelo triste y opaco color gris, ni por sus estrafalarias apariencias entre los hijos de la noche; si no porque cuando la furia brotaba de su cuerpo, sus ojos de un color violeta se alzaban con un brillo profundo y cegador, capaz de drenar hasta el último gramo de vida. De un mortal, desde luego

Ahora se encontraba lejos de sus tierras, en una ciudad más o menos desconocida que lo había mantenido en constante ajetreo las últimas noches        

Ahora se encontraba lejos de sus tierras, en una ciudad más o menos desconocida que lo había mantenido en constante ajetreo las últimas noches. No era bienvenido, ya no mantenía la cuenta de los conflictos que había estado enfrentando con los habitantes y aún así no podía negar que eso hacía de Spelldamn un verdadero encanto. Vizhia era su favorita entre la región de los hechiceros, era una ciudad al sur, a las orillas del océano Sequegio. Contaba con cierto olor a pescado y a aguas de alcantarilla, pero el caos que albergaba en ella le eran más entretenido que su olor y sus construcciones de hormigón. Estaba defendida por un foso profundo y traicionero que tardó años en dominar en sus diferentes visitas, y aunque detestaba sus característicos exuberantes jardines públicos, también se convertían  en lo más entretenido cuando se ganaba broncas con los hechiceros y sus gremios por las destrucciones masivas que hacía con ellos.

Esta vez había empezado como una simple y pacífica exploración, le gustaba jugar con la paciencia de los hechiceros y esa noche había decidido descubrir qué regla se atreverían a romper con solo verlo a unos metros de sus fortalezas. Pero al llegar a unos de los recintos más importantes se encontró con una sensación tranquila y solitaria: no había nadie.

Según sabía por los mismos hechiceros que había conocido en su pasado de muy mala gana, pasaban en sus torres todo lo que podían creando hechizos y criando bestias; entre estas últimas, sus sucesores. Sus deberes eran egoístas la mayor parte de tiempo, y si no fuera por un rígido acuerdo entre las cuatro secciones de Noirland, no brindarían de sus beneficiosos recursos a otras especies, aún así, su importancia los mantenía en constante trabajo. Pero por misterioso aún no resuelto, las fortalezas del gremio estaban desiertas esa noche. Y eso lo hizo deleitarse más.

Darad se arriesgó a explorar más a fondo entre las tres torres de piedra, sabía que podría tratarse de un bobo hechizo con la intención de jugar con sus instintos, sin embargo, fue un motivo más para adentrarse en la misteriosa cacería.

—Hechiceros estúpidos, empiezan a agradarme —murmuró para sí, los jardines llamativos propios de los cargadores de la magia se extendían a su alrededor. Había una gran cantidad de colores y plantas, para los hechiceros debían ser su mayor tesoro, pero para él era como fastidiosos faros de colores acuchillando su vista.

Hizo una mueca cuando el esplendor de una flor de loto le incendió la mirada, la pisó con su bota y observó cómo fue perdiendo su brillo.

—Retiro lo dicho.

Y siguió deambulando, su más fiel compañera: la luna, lo acompañaba a sus espaldas, alumbró su camino como muestra de su compañía, mostrando el esfuerzo de los arrendatarios de las fincas imperiales que plantaron todas esas hierbas aromáticas, hortalizas, árboles, arbustos y, por supuesto, las flores que rodeaban las torres y que él iba matando a su paso.

Darad pasaba el correr de los años de su inmortal vida creando caos entre especies, usando el brote de descontrol entre ellas para saciar el aburrimiento que le causaba la veteranía de sus trescientos veinticinco años de existencia. Creía haberlo visto todo: guerras, revoluciones, riquezas, muerte, la evolución del arte, del creador de este último, y probado todo tipo de sangre y otros placeres. Pero ningún conocimiento lo acercaba a consumir su apetito a la destrucción. Aún así, él se consideraba un ser de lo más simpático y carismático a pesar de carecer de sentimiento, sí, problemático, pero peligrosamente encantador.

Llegó al inicio de una de las torres, la del medio. Era más alta que las otras dos y contaba con una gran cantidad de ajimez que le facilitaron el encuentro con el interior de la fortaleza de un movimiento ágil. Se encontró con un cuarto oscuro, pero que pudo observar con atención gracias a su vista supernatural. Era la habitación de un mago, supo después, pues había un catre de escasa comodidad para un mortal y las básicas pertenencias de un portador de magia: ungüentos, frascos vacíos, pociones, hierbas, ollas, vertedores, algún recipiente con polvos de colores y objetos de forma extraña que no supo identificar. Y con ellos, un hombre joven con una larga túnica color verde con bordados dorados, un peculiar tatuaje sobresalía de su rostro, medio cubierto por una larga cabellera dorada y grasienta.




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