De cómo Ilta conoció al rey del inframundo

1

Mala fortuna

Nunca fui una persona con suerte. Mis padres murieron jóvenes, los tíos que me acogieron eran personas despreciables y en mí misma, más allá de las desgracias que parecían perseguirme, no era para nada interesante. Me había resignado a una existencia basada sobrevivir a la situaciones que se me presentaran: como evitar caer de un acantilado y morir, o no envenenarme comiendo mariscos. Mi madre decía que aquello era cosa de familia, que había heredado las mala fortuna de mi padre. Lo decía entre bromas, pero a veces pienso que tal vez tenía razón.

Papá era la clase de persona que olvidaba apagar la plancha y quemaba su ropa, la clase de persona que le pisaba el pie a mamá cuando bailaban. Aun así, ellos siempre estaban sonriendo.  Me gustaban mis padres, creían en el poder de las sonrisas. Me pregunto si, en el último momento, también sonrieron.

He vivido muchas tragedias en mi vida; sin embargo, todavía me faltaba experimentar el verdadero infierno.

Cuando cumplí catorce años me hicieron una promesa: tendrás una vida muy buena. Me lo dijo una señora en el supermercado, después de que se me cayera el pastel de cumpleaños que había comprado para mí misma. Mientras lloraba, le conté que ese sería mi primer cumpleaños sin mis padres, porque habían muerto en un accidente de tránsito unos meses atrás, y le dije que odiaba vivir con mis tíos. La señora me dio una palmaditas de ánimo en el hombro y me prometió que todo iba a mejorar. 

Me dije que a lo mejor la señora era mi hada madrina disfrazada, que había encontrado alguna cosa buena y pura en mi interior y por eso quería darme su bendición. Quizás la anciana estaba esperando que nadie nos viera para cumplir mis anhelos más profundos. Por supuesto, yo era lo bastante mayor para saber que esas cosas eran imposibles, pero imaginarlas no hacía ningún mal. Además, de ser todo sueños ingenuos, mi vida no podía empeorar.

Sin embargo, podía. 

En los años siguientes, recordé con aprecio a esa señora y, en los días malos, esperé que ella viniera a solucionarlo todo con su magia de hada. Era como un juego personal, resultaba reconfortante. A veces le hablaba a la nada, pensando en ella, tal vez porque nunca conocí a mis abuelos y la idea de tener una abuela me parecía hermosa. 

Por desgracia ¡qué hada madrina tan terrible me había tocado! No creo que esa señora supiera que yo terminaría en el infierno, cara a cara con su mismísimo rey. 

El hombre vestido de negro se puso de pie con lentitud y me ofreció su mano para ayudarme a pararme también. Las criaturas que me habían recibido antes, sus sirvientes, ya no me rodeaban, se habían quedado alejados de nosotros con sus caras llenas de terror. Traté de no mirarlos, sus formas pequeñas y delgadas me recordaron a unos esqueletos con túnicas. En cambio, concentré mi atención en el hombre de negro. 

No era más que un muchacho alto, de un aspecto casi tan normal que me habría dado risa. Casi, ahí estaba la cuestión. Tenía cabello negro y largo, que llevaba sujeto en un moño desordenado. Debajo de la capa oscura, su piel era muy pálida. Su rostro era delgado y sus ojos grises estaban marcados por las ojeras. Y justo ahí, en los ojos, era donde Ilta podía ver que no se trataba de un hombre cualquiera. Aún con su aspecto demacrado, los ojos del joven eran feroces y viejos, como los de alguien que ha existo por mucho, mucho tiempo. 

El hombre de negro se agachó para recoger su capa, que había quedado en el suelo. Volvió a ponérsela, aunque esta vez no se caló la capucha. 

-No puedo encargarme de esto ahora, llévensela-ordenó. 

Sin más, el hombre de negro, rey del inframundo, apuró el paso y se fue sin siquiera mirarme. Yo me quedé ahí, de pie y con el corazón en la boca. Lo vi alejarse con pasos tambaleantes, ante las mirada perpleja de los que nos quedamos en la sala. Pronto, los sirvientes volvieron a rodearme, pero sin tener mucha idea de qué hacer conmigo. Los sirivientes eran tres, pero no podía identificar quién era quién puesto que todos se veían exactamente igual. Sus cuerpos calaverescos estaban muy cerca de mí, me ponían nerviosa. 

-Tenemos que llevárnosla pero ¿a dónde?-dijo una de las calaveras-¿A prisión? 

-No lo creo-replicó otro-la prisión es solo para muertos. 

Muertos.

-Pero nunca ha habido una persona viva acá, ¿quién decide que es solo para muerto?

Viéndolos bien, lo único aterrador en las calaveritas era su aspecto. Sus voces eran suaves y chillonas, como niños pequeños. 

-¿Qué le pasa a ese?-pregunté para mí misma, en voz baja. 

Los tres sirvientos se callaron, me miraron furiosos. 

-Niña insolente. 

-Hay que llevarla al calabazo, hay que llevarla al calabozo. 

 Yo no era demasiado alta; sin embargo, tuve que agacharme para ponerme a su altura. 

-Son muy lindos-dije. Una vez que me acostumbré a su apariencia huesuda, resultaron extrañamente adorables, con sus túnicas negras y las enormes cuencas en donde deberían estas sus ojos-Si su rey es tan bueno ¿por qué no ha soluciando mi problema? 

-Nuestro señor ha estado muy enfermo-dijo una calaverita, encogiéndose de hombros. 

Sí, el hombre de negro parecía enfermo. Pero eso no era asunto mío, yo tenía que volver a casa. 

-Primero hay que averiguar cómo llegó.

Eso era fácil de decir, pero ni yo misma podía creérmelo del todo. Lo único que recordaba era estar corriendo en el bosque detrás de la casa de mi familia, entonces caí en una zanja. Cuando golpeé el fondo del agujero, ahí estaba, rodeada de esas criaturas extrañas. 

-La llevaremos a prisión, entonces-dijo uno de los sirvientes-Estoy seguro de que en la mañana nuestro señor nos dirá cómo arreglar esto. 

 

 



#16675 en Fantasía
#35601 en Novela romántica

En el texto hay: maldicion, amor, magia

Editado: 18.05.2020

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.