Nos encontrábamos en la cocina, una amplia estancia de la casa de campo, con sus azulejos blancos y una luz tenue que se filtraba por las cortinas semiabiertas. El aroma a especias y hierbas frescas flotaba en el aire, creando una atmósfera acogedora y familiar. Estábamos debatiendo qué cenaríamos esa noche.
—Yo opino que... deberíamos ordenar pizza —propuso el moreno cuyo nombre desconocía, con una sonrisa pícara.
—Una pizza tardaría más de dos horas en llegar a este lugar —reclamó Jordan con un ligero tono de fastidio, mirando por la ventana como si esperara ver al repartidor aparecer mágicamente en el horizonte.
Siempre tiene ese tono, Dios. Klaus, que hasta ese momento había estado recostado en el sofá con un libro en la mano, decidió intervenir. Se levantó con elegancia y se acercó a nosotros, con una expresión de superioridad en el rostro.
—Por suerte, hace tres días vinieron a traer comida como para un mes. Por si no lo habían notado, imbéciles —anunció, con un tono de voz que dejaba claro que no estaba dispuesto a tolerar más discusiones.
Nos quedamos mirándolo, sorprendidos por su declaración. Habíamos pasado por alto por completo la provisión de comida que habían dejado hacía unos días. Nos sentimos un poco avergonzados por nuestra falta de atención, pero al mismo tiempo aliviados de tener una solución para nuestra cena.
—Entonces, ¿qué esperamos? ¡A cocinar se ha dicho! —exclamó el moreno, rompiendo la tensión y haciendo que todos nos echáramos a reír.
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El aire en la cocina se espesaba con cada movimiento de la espátula sobre la carne. Con la mirada fija en la parrilla, sentía el peso de las decisiones que me llevaron a estar ahí, cocinando hamburguesas para un grupo de personas entre las que apenas reconocía caras.
Diablos, pensé, mientras volteaba una de las jugosas hamburguesas. Diablos. Diablos. ¿Por qué acepté hacer esto?
La discusión sobre la cena había sido un torbellino de ideas y preferencias. Cada uno tenía su opinión sobre qué comer, hasta que, sin pensar, abrí mi bocota y ofrecí mi habilidad para preparar hamburguesas. Fue como si en ese momento el destino hubiera decidido que sería yo quien se encargaría de la cena.
Mientras me concentraba en la carne, una presencia detrás de mí me hizo sentir incómoda. Con un vistazo lateral, identifiqué a Klaus, observándome en silencio.
Los minutos pasaron, pero Klaus seguía allí, sin decir una palabra. Mi paciencia se desvanecía con cada segundo.
—¿Vas a ayudar o solo vas a quedarte ahí parado? —solté, sintiendo la irritación burbujeando dentro de mí.
Sin responder de inmediato, Klaus se arremangó el suéter y se sumergió en la tarea, hundiendo las manos en la carne moldeable.
—¿Por qué decidiste hacerlo sola? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio tenso que se había instalado entre nosotros.
Guardé un instante de silencio antes de responder, dejando que mis pensamientos se acomodaran.
—No lo sé... Supongo que quería demostrar que puedo hacerlo sola —confesé, con la voz cargada de vulnerabilidad.
Las palabras de Klaus resonaron en mi mente, recordándome que no estaba sola, a pesar de sentirme así desde que llegamos. La sensación de ser una extraña entre conocidos pesaba sobre mí, alimentando mi deseo de demostrar mi valía.
El ruido de la parrilla se convirtió en el telón de fondo de nuestra conversación, mientras Klaus y yo continuábamos trabajando juntos, compartiendo un momento de conexión en medio de la cocina caótica.
Después de casi una hora inmersa en el caos de hamburguesas por todas partes, finalmente terminamos.
—Gracias por tu ayuda —solté un suspiro de alivio.— Creo que sin ti, nunca habría terminado.
Klaus, sin previo aviso, pasó uno de sus brazos sobre mis hombros, atrayéndome hacia él con una familiaridad que me sorprendió.— Hacemos un buen equipo, bonita —dijo con una sonrisa.
Mi propia sonrisa se extendió como un reflejo mientras lo miraba, pero nuestra breve conexión se vio interrumpida por una clara aclaración de garganta. Era Katherine, con una mirada traviesa en sus ojos.
—¿Interrumpo algo? —preguntó con una sonrisa juguetona.
—De hecho, sí, hermanita —respondió Klaus con una pizca de diversión en su voz, mientras se separaba de mí y anunciaba que se daría una ducha antes de la cena, sugiriéndome hacer lo mismo.
Katherine se acercó a mí emocionada.— ¿Klaus te ayudó? —preguntó con un brillo de anticipación en sus ojos.
—Así es —admití, sintiendo cómo un rubor se asomaba en mis mejillas.— Si no fuera por él, nunca habría terminado.
—¡Oye! Nosotras también te ofrecimos ayuda, pero no quisiste —exclamó Katherine en un tono agudo de indignación.— ¡Ya lo sé, te gusta mi hermano!
Su grito resonó en la habitación como un trueno, atrayendo miradas curiosas de los demás presentes.
—Por favor, baja la voz, Katherine —la reprendí en un susurro apenas audible, sintiendo que mis mejillas ardían de vergüenza ante la repentina atención.
Después de una deliciosa ducha, bajé a cenar con los demás. Nos sentamos en el patio, donde una mesa muy grande nos esperaba. Me encontré con Katherine y me senté junto a ella, mientras Klaus tomaba asiento frente a mí. Nuestras miradas se encontraron y noté un brillo diferente en sus ojos, algo que nunca antes había visto. Klaus parecía radiante, hermoso.
Mis pensamientos fueron interrumpidos abruptamente por un codazo no tan sutil.
—¿Por qué me golpeas? —susurré avergonzada.
—Pareces una tonta mirando a mi hermano, tienes la boca llena de baba —respondió Katherine, con una sonrisa traviesa.
¿Era cierto lo que decía o solo estaba bromeando?
Intenté disimular mi incomodidad tocando mi boca, tratando de limpiarme, pero la sensación de vergüenza persistía.
—Son las mejores hamburguesas que he probado. Klaus, amigo, te luciste —comentó Josh, uno de los chicos presentes, rompiendo el silencio.