Tristeza. Eso es lo que siento cuando escucho por la radio el relato lúgubre del periodista al describir cómo ha quedado la ciudad que por veintidós años ha sido mi hogar. La destrucción masiva en la que se envolvió a Nueva Caracas no ha dejado más que escombros, desolación, desierto. Atsuín, nuestra montaña emblemática, parece tener más muerte que vida reflejada en sus grisáceos árboles, color producido por las cenizas y el polvo de escombros, consecuencias de la tragedia.
Nueva Caracas fue una ciudad, entre lo que se puede, maravillosa antes del impacto del asteroide hace semanas atrás. Una metrópolis que se levantó de su decadencia social y se convirtió en una de las ciudades más acaudaladas y proclamadas del mundo. Costó trabajo levantarla, o al menos eso me dijeron mis abuelos que les habían contado sus padres. Se dice que hace poco más de cien años no era fácil la vida en nuestra ciudad. Pareciera como si fuese un mal acarreado desde lo que aquí sucedía mucho antes de la Gran Devastación, cuando en ese entonces se llamaba Caracas (a secas) y el país era gobernado por aquellos a los que la historia llamó como los indeseables.
Esta Gran Devastación fue el nombre con el que coronaron a la peor guerra mundial de la historia de la humanidad. Intervinieron un poco más de 30 países, cuyos nombres quedaron para la historia, suficientes para contabilizar al menos uno de cada continente, en una disputa por territorios, el petróleo y otras riquezas minerales, incluidas las limpias y escasas fuentes de agua y selvas vírgenes que consideraban, en aquel entonces, que debían ser explotadas.
Venezuela, Colombia, Brasil, México y Argentina se unieron para defender el territorio latino-americano y el caribeño, Estados Unidos y Europa Occidental respondían a sus propios intereses, igual que la comunidad árabe y los países del noreste asiático (con Rusia incluida). Australia, Sudáfrica, Singpur, Corea del Sur y La India se unieron para intentar defender el sur de África y las pequeñas islas del Índico y de Oceanía.
Era una terrible lucha entre intereses y territorios, en las que hubo numerosos daños y se perdieron más de cuatro mil millones de vidas, aproximadamente el sesenta por ciento de la población mundial para aquel entonces y, según lo que dicen los historiadores en sus libros, los ganadores de la guerra, los europeos occidentales, se encargaron de crear nuevas naciones sobre las destruidas, entre ellas Havenfield, Newland, Nelimeast y Gran Germania, las cuales rápidamente se convirtieron en las cuatro superpotencias mundiales.
Mi país, Havenfield, fue fundado al norte del cono sudamericano, tomando todo el territorio venezolano y guyanés, junto con una porción de los terrenos colombianos y del norte brasileño. Newland con los restos de Canadá, Estados Unidos y México. Nelimeast con lo que quedó del este asiático, tomando la mitad de Rusia, a Japón, China y la península coreana. Finalmente, Gran Germania, que no es más que una supernación surgida de la unión de todo el territorio Europeo.
Cada una de estas superpotencias aportó al mundo (luego de estabilizarse y recuperarse de los daños ocasionados durante la Gran Devastación) diversos mecanismos para prevenir una nueva guerra y también para ofrecer soluciones a alguna tragedia de envergadura como terremotos y tsunamis, o catástrofes nucleares.
Las mentes maestras de mi país crearon un sistema que limpia la contaminación ambiental, principalmente el aire y las aguas, lo que ha ayudado a prolongar la expectativa de vida de sus habitantes y ha sido adoptado por las cuatro potencias para su subsistencia. Newland es la casa del comercio mundial, Nelimeast es la principal productora de altas tecnologías, mientras que todos trabajamos bajo la mirada atenta de Gran Germania, la potencia militar y, mal llamados, padres fundadores de la nueva era.
En cuanto a la tragedia, gracias a los exponenciales avances tecnológicos de hoy, se nos previno del impacto unos 20 años atrás, dando tiempo suficiente para construir refugios, recolectar provisiones suficientes para sobrevivir al menos por unas semanas y reforzar los sistemas de limpieza ambiental para que sufrieran la menor cantidad de daños posible y así cada país pudiera salir de las ruinas y reconstruirse de nuevo.
Tanta fue la exactitud de la predicción, que acertaron en el blanco: una región pequeña al otro lado del planeta, al sur Nelimeast.
Y así sucedió, llegó el día de la colisión inminente, el pasado 21 de Febrero. Un cráter de un buen tamaño anunciaba que al menos tres países pequeños (en comparación con las cuatro superpotencias) quedaron totalmente destruidos mientras que los efectos colaterales del impacto afectaron al planeta entero, causando terremotos, tsunamis. En las zonas aledañas al impacto, nacieron nuevos volcanes y se evaporaron algunos lagos. Ciudades se hundieron bajo sus cimientos, tal como si fuera la mítica ciudad de la Atlántida. Sin duda, una catástrofe mundial.
Pasadas varias semanas y a la espera de algún aviso de las autoridades mundiales, nos encontramos dentro del búnker que mi padre y yo construimos antes que él muriera, mi madre Silvana Rodríguez de Hamilton, mi hermano menor por 7 años, Yannick y yo, Jordi Isaac Hamilton Rodríguez, de 22 años. Los tres nacidos en Nueva Caracas.
Editado: 02.10.2018