El vuelo había sido horrible, y eso, considerando que me había tomado la libertad de viajar en primera clase y no en turista. Es que, realmente los aviones juntaban todos mis peores miedos en un solo y gigante cubículo a diez mil metros de altura.
Odiaba los espacios demasiado cerrados, no me sentía claustrofóbico como tal, pero me sentía muy estresado cuando eso pasaba. Odiaba la altura, y también era demasiado impaciente.
Ocho horas en un avión eran mi peor pesadilla.
Finalmente llegué a Londres a las diez de la mañana.
Y ahí estaba yo, un americano, completamente perdido en esa ciudad majestuosa. Para mi sorpresa hacía un frío considerable, solo de esos que sentía en invierno en Atlanta.
El tumulto de gente pasaba a mi lado, y me sentí como un poste, completamente ignorado por gente, que por supuesto, no tenían idea de que yo no sabía a donde ir.
Saqué las anotaciones que me había dictado Víctor, lo más lógico era tomar un taxi y que me llevara hasta allá. Busqué mi maleta, que había dado como cinco vueltas en la cinta de desembarque. Estaba tan distraído pensando qué haría ahora, que no la había visto.
Un simpático taxi negro, de esos súper populares en Inglaterra, estaba aparcado afuera. Ya había hecho mis averiguaciones y, según internet, si tenía la luz amarilla, estaba disponible.
Un señor blanco y de cabello castaño me recibió del lado derecho del auto y fue muy raro para mí. Le indiqué a donde quería ir y de inmediato acomodó mi maleta en la parte de atrás y me invitó a entrar al auto.
Fue casi como un corto circuito ir del lado donde se supone que conducía, pero en realidad solo era el pasajero.
El señor notó mi acento inmediatamente.
—¿De turista ah?
—Se podría decir que sí —respondí con una media sonrisa.
El simpático señor siguió conversando conmigo por un rato más, incluso me dio un ligero tour, señalándome los sitios más emblemáticos de Londres. Me sorprendió la enorme distancia que seguía habiendo entre Amalia y yo.
Podríamos estar en Londres y no encontrarnos nunca. Desde el aeropuerto hasta su departamento, el trayecto llevaba una hora y un poco más. Así que estaría llegando a su casa al medio día probablemente.
El cambio de horario era una de las cosas que sabía que me iban a afectar, solo que no pensé que sería tan pronto. Mi cuerpo insistía en que era de noche. No podía mantener los ojos abiertos, aunque quería, pero tenía miedo de echarme a dormir y dejar mi suerte en manos de un desconocido.
Me obligué a mantenerme despierto por todos los medios.
—Mire, ese es el Támesis —dijo el taxista señalándome el rio. Lo había estado viendo por un buen tramo, pero ahora se podía apreciar mucho más su belleza.
Justo estábamos pasando al lado del famoso puente de la torre y no pude evitar sacar la cabeza por la ventana, era impresionante.
Para ese punto, ya estábamos bastante cerca de Amalia. No había probado bocado en todo lo que llevaba de viaje, y las tripas me rugían como león hambriento.
Le pedí que me dejara cerca de la dirección que le había dado, de preferencia en algún restaurante. Necesitaba comer antes de verla.
El amable taxista terminó estacionando frente a un restaurante que se veía bastante bien. No conocía las comidas de Inglaterra, así que no tenía idea de qué pedir.
Realmente era lo de menos, escogí lo primero que vi en el menú, y empecé a devorar la comida en cuanto me la trajeron. No había notado cuanta hambre tenía.
Me había traído mi laptop porque no sabía cómo o cuándo conseguiría tener un teléfono con señal para llamar, no tenía idea de nada; pensándolo en retrospectiva, no había planeado demasiado las cosas. Por fortuna había logrado conseguir el boleto de avión, aunque por poco me quedaba sin viaje hasta dos días después.
Llamé por video chat a mi padre que estaba en línea. Respondió a penas dos timbradas después de que le había dado al botoncito azul.
—¡Lucas! ¿Ya estás allá? ¿Cómo estás? —preguntó emocionado. De pronto en el plano de la pantalla apareció mi madre.
—Hijo, ¿dónde estás? —Mi madre parecía emocionada y al mismo tiempo muy enojada.
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Editado: 03.11.2019