La cabeza me daba vueltas, me costaba abrir los ojos pero la luz de la ventana me molestaba de igual manera, o incluso más. Palmeé la pared hasta llegar a la persiana que hay a mi izquierda. «No recuerdo que mi ventana estuviese tan lejos. ¡Hasta las sábanas me pesan más!», pensé mientras la oscuridad apagaba la luz asesina con la cortina que no recuerdo haber encontrado.
Unos pasos se alejaban, despacio, al piso inferior. Antes de marcharse, se notaban cerca. Si alzaba la mano, posiblemente los podía tocar si aquello era posible.
Me incorporé sobre la cama echando la ropa que me cubría minutos después de caerme hacia un lado, mis pies con calcetines de unicornios tocaban el suelo con la ligereza de un trozo de madera sobre una nube de algodón, visible a la vista y pesado en el terreno material. «Pensaba que había tirado esos calcetines». Acto seguido, caminé con lentitud al baño. Como no veía muy bien sin luz, me estampé contra la puerta antes de abrirla y apoyarme sobre el marco lateral.
Al mirarme en el espejo, observé una herida con un poco de sangre en la frente —en el lado derecho para ser preciosa—, mi primera reacción fue limpiar un poco la zona con agua antes de volver hacia la habitación. Una vez allí, me tumbé de nuevo.
—Bien, Talia, curemos esa herida —dijo el desgraciado encendido la luz y sentándose justo a mí lado—. Tranquila, este potingue verde no es vómito, es uno de los ungüentos de mamá.
Morgan Vendetta realizaba cremas caseras que cuando andaba escasa de dinero vendía a cambio de favores y dinero para poder seguir manteniéndonos, siempre guardaba un paquete de doce por si nos hacíamos cortes jugando con lo que fuese; incluso, si se trabaja de un corte superficial causado al pasar el dedo sobre un folio.
Bufé y renegué entre suspiros. Él me advirtió que si no me estaba quieta iba a pagarlo con mi habitación, esa falsa amenaza me indicó que estaba en su cueva, el lugar prohibido para cualquier ser que Spencer Vendetta no dejase pasar: su cuarto.
—¿Qué hago aquí? —pregunté abrazándolo por pura inercia.
Dejó el bote de cristal opaco y del tamaño de una vela de té sobre la mesita de noche.
—Respira conmigo: uno, dos, tres; otra vez, uno, dos... —Lo imité al separarnos—. Así, muy bien pelirroja. —Sus ojos marrones se habían fusionado con el verde y el azul de su iris, la preocupación se lo comía.
Señaló mi frente con una risilla molesta que me provocaba patearle las pelotas, sin embargo, no lo hice porque seguía molestándome la cabeza.
—Ese chichón —continuó, sin dejar de mirarme— no te lo has hecho antes, cuando la puerta ha probado que eres más dura que ella, sino al tomar el atajo de las vías del tren.
«¿El muy cabrón me había visto y no me había ayudado a ir al baño? ¡Subnormal!»
El camino más rápido para volver a cualquier casa era atravesando las vías del ferrocarril de mercancías, del que poco sabíamos los horarios porque igual aparecía por la tarde unos días concretos y de forma seguida o al cabo de unos cuantos años en meses impares. Por su explicación, deduje que nos tocó correr y yo tropecé con mis propios pies.
—No te levantes, no sea que te tenga que llevar arrastras al hospital.
Rodé los ojos antes de contestarte que se fuera a la mierda mientras él mismo me abrigaba con las sábanas y me embutió con una manta por si pasaba frío. Cosa que no ocurrió porque la calefacción radiante estaba encendida.
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—Payasa, despierta. —Juro que si me vuelve a zarandear como lo hizo aquel día, lo quemaré vivo y luego me defenderé afirmando que tenía un bicho gigante en la espalda.
—Mmmm... —contesté, pero no entendió que significaba «déjame en paz, lagarto marino». Sí, en mis sueños era una criatura horripilante que yo tenía la misión de cazarlo.
Al siguiente traqueteo me levanté de golpe y terminamos golpeándonos en la frente. Spencer volvió a echarme crema y se olvidó de la suya.
—Perdona... —Parece mentira pero no gritaba, en ningún momento alzó la voz, sólo susurraba como si me contase un secreto, uno nuestro y de nadie más—. Has dormido toda la tarde. Mamá está abajo —me tensé de inmediato y él lo notó—, sabe que estás bien y que estás conmigo y...
Ya sabía por dónde iba, así que terminé la frase por él—: ¿Y te ha pedido que no me quites los ojos encima?
Asintió sin gestos bruscos. Había algo más, sus ojos castaños se inundaron de nuevo por la preocupación, que le hacía sudar a pesar de que el smartwatch de iPhone, de última generación, indicaba que en la calle estábamos a dieciséis grados a la sombra. Sin embargo, se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y me extendió lo que parecía una carta vieja. Me alentó a leerla diciéndome que había llegado hacía unos meses atrás.
«Querida Talia,
He estado durante años esperando escribirte esta epístola. Ahora, que ya nada me detiene, me siento preparado para TODO lo que viene en un futuro muy próximo. Mejor dicho, para todo lo que vendrá a nosotros.
El laboratorio, en el que me encuentro cada día, obstaculiza mis ansias por indagar más sobre tu vida de manera instantánea.
Debo confesar que guardo conmigo una cajita de metal, que simbolizará un cambio decisivo en tu vida. ¿Te preguntarás sobre mí? Pero eso no importa, ya que te he visto crecer desde la distancia, entre las sombras de los árboles. Por tanto, yo sí que conozco tus formas de actuar y pensar. Ante esto, debo contarte que este objeto te será entregado de forma anónima en exactamente dos semanas y media. Esta fecha aproximada es importante porque después no creo que pueda volver a escribirte. Ese secreto que aún no quiero desvelar tiene relación con unos experimentos, en los que mi jefe está perdiendo el control por falta de ética.
Estoy seguro de que tu inteligencia será clave para la aventura que te espera en unas pocas semanas.