Del Revés Sin Merecerlo

8. ¿Sartenes con corazones?

¿Sabes qué odio más que a un león haciéndose pasar por un lindo conejito de ojos de peluche? El día de San Valentín, salvo que ese 1 de noviembre las lágrimas no salían de alegría sino de tristeza. En concreto, una que te helaba el alma como si se tratase de un cuchillo oxidado tallándote el alma.
¿Recuerdas cuando hace unos días atrás te contaba que estaba persiguiendo a mi hermano al cementerio y que había arrastrado a Brooke conmigo? Pues bien, aquel era yo quien se encuentra aquí, sola, delante de un foso vacío y con una colina de tierra a su lado. ¿A quién pertenecía? La verdad es que no me importaba, al menos no tanto como mi reciente fetiche por visitar sitios lúgubres que, da la casualidad, de que hay cinco carteles rojos y amarillos parpadeando, pero eso es una historia para otro momento. 
¿Por dónde iba? Ah, sí. El Día de Todos los Santos de 2007 fue diferente al resto, y no porque aún conservaba el enfado de la noche anterior, a pesar de haber destrozado y arreglado la habitación de Spencer en dos ocasiones esa misma mañana antes de que me cogiera en volandas, me metiera en la ducha y abriera el grifo, con todos los timbales helados en su esplendor, para después decirme con voz de chulo playa: «Uy, hermanita, te has mojado un poco.» Tras salir de la ducha, no dejé ni un cajón de su asquerosa habitación —con la pared de tono verdoso militar que da frente al escritorio marrón oscuro y con olor a colonia de supermercado de la sección de bebés, he de decir, aunque ahora soy yo quien la utiliza con sumo júbilo— sin vaciar, porque sí, estaba al loro de que me escondía mucho más de lo que su pico de oro barato decía. Y, como me imaginaba, la cajita metálica que lo vi guardar debajo de su cama perfectamente ejecutada (¿a qué hora se levanta para hacerla el muy cabronazo?). Me levanté del suelo decepcionada por mi nulo descubrimiento.

—Talia, ¡a cenar! —La voz femenina hace que trote con la velocidad de un cervatillo asustado al ver a su cazador: me asusté al confundir la voz de mamá con la de Spencer.

Suspiro de alivio al llegar al piso inferior sin una amenaza retumbando en mi espalda, como colosal peso de más de una tonelada de cemento que no puedes romper a martillazos.
Saludo con un cutre «hola» a mamá, la cual me pasa, tras sentarme en la silla de siempre, la salsa con la boca llena y sin hablar para que no se le salga nada al tiempo que le da una colleja pasajera a mi queridísimo chupavidas particular en la nuca por decir que los viernes son los peores días de la semana. Ni siquiera me río o me molesto porque, todos los días el 1 de noviembre que caen en viernes, para nosotros son como una maldición que nos recuerda lo que nos falta. Sin embargo, ni siquiera sé exactamente qué nos falta. 
¿Cómo nos puede faltar algo cuando tenemos ropa calentita en invierno, comida saludable, sin contar los días que tenemos que apañarnolas con unas hamburguesas, y un techo para dormir con seguridad? Eso sí, la alarma suele estar siempre conectada por preocupación. 
Mamá se levanta de la mesa una hora más tarde, coge su bolso y nos deja solos, tenía que volver al trabajo. Spencer, por el contrario, se echó hacia atrás en su silla y me miraba como si quisiera decirme algo. Se lo pensó varios minutos, ya que nada más levantar el brazo para llamarme antes de terminarme mi arroz con leche enseguida se arrepentía y volvía a dejarlo en su sitio, con la palma de la mano tocando su abdomen. La camiseta de The Rolling Stones estaba arrugada y le faltaba un trozo del dobladillo del cuello que esta mañana sí tenía. ¡¿Qué hacía este hombre en su tiempo libre en horario de clase?! Esa pregunta estaba convirtiéndose en todo un hábito en el hilo de mis pensamientos.

—Tali, quería...

Al fin decía algo. Juro que si me miraba más sin decir ni mu, lo más seguro sería que me hubiesen salido esquemas para al menos decir que tengo algo raro que justifique su comportamiento tan raro a sí mismo.

—Talia, con respecto a la carta...

Enñh. Ni siquiera recordaba de qué estaba hablando hasta que añadió la palabra «anónima» al repertorio de la frase. Mi cara de asombro lo dejó mudo unos segundos más de lo necesario. Así que tomé la palabra y confesé, le dije lo que sentía:

—Ya me acuerdo de ella, pero, de verdad, no entiendo por qué te mencionaba a ti. ¿Qué sabes exactamente Spencer? Quiero ayudarte con lo que sea que tramas.

Él me escuchó con los dedos de las manos entrecruzadas. Esperaba algo más, se lo vi en los ojos. Quizás esperaba que le contase algo más, pero no tenía preguntas en ese momento y nunca se me ha dado bien formularlas sin estar bajo presión o al punto del delirio.

—No.

Directo y al corazón, ahí estaba el verdadero niño que se encargaba de defenderme de todos y cada uno de las burlas a las que estaba sometida en Primaria por ser diferente, por ser de otro país totalmente distinto a España.
Le pedí explicaciones, sin embargo, la única respuesta que obtuve fue otra negativa mientras recogía los platos de la mesa y los lavaba con esmero, abstraído en su mente de protección sin límite. 
Nunca ha sido egocéntrico, esa era la versión que mostraba para no sentirse tan machacado por los abusones que se escondían en la primera fila de clase, copiaban en los exámenes y no hacían los deberes de clase. 
Cuando terminó me cogió la mano y me obligó a sentarme, tras ponerme de pie y seguirlo, en el sofá. Sus labios dibujaron una sonrisa que no sentía en absoluto.

—A ver, —se pasó una mano por la cara y continuó—: sé a quién pertenece la carta pero no te lo voy a decir. —Levanté una ceja—. Al menos no por ahora payasa, lo que sí que te voy a decir es que tienes razón, necesito tu ayuda. Es más, me da tanto miedo lo que pueda llegar a pasar que no quería decirte nada antes. Te juro que lo he intentado, Talia, pero es tan desgastante que estoy seguro de que no podré. No te voy a decir mucho detalles que no sean relevantes por ahora pero, dime, ¿estás dispuesta a colaborar con tu hermano odiado favorito?




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