Bajé las escaleras de la boca del metro a paso apresurado y con cuidado de no resbalarme en la goma húmeda que recubría los escalones. Los sonidos de la ciudad me envolvían y la sensación era completamente nueva tras tanto tiempo encerrada.
Pagué mi boleto y bajé al andén. Había poca gente a esa hora.
Mientras esperaba a que llegara el metro, recordé la primera vez que había llegado a ese país. Tenía siete años y estaba muerta de miedo. Mi hermana melliza, Anna, me sujetaba la mano izquierda mientras que con mi brazo derecho abrazaba un conejo de peluche de largas orejas blancas. Para entonces mi padre había cerrado un trato de negocios en el país y nos habíamos visto obligados a cambiar nuestras vidas radicalmente a partir de ese momento. Había tenido clases de coreano por seis meses antes de llegar, al igual que mi hermana, pero, por supuesto, no había sido suficiente y nos era muy difícil comunicarnos con la gente. Debido a eso, hubo un tiempo en el que estuvimos muy aisladas y sólo nos teníamos la una a la otra, lo que -por ese período- nos hizo más unidas. Con el pasar del tiempo esto cambió. No sabía bien a qué atribuirlo, pero, claramente, uno de los factores había sido la manera en la que ambas habíamos respondido al cambio, una adaptándose con facilidad y la otra... bueno, la otra era yo.
El metro había llegado, de modo que me subí y tras una inspección cuidadosa de los asientos, me senté. Me puse a pensar en lo que necesitaba ahora. En la última visita que me había hecho mi familia, es decir la semana anterior, les habían avisado que me darían el alta, pero para esta fecha tenían previsto viajar a visitar a la abuela en Inglaterra, de modo que resolvieron dejarme en recepción lo que necesitara cuando terminara mi estadía en la clínica. Recordando esto, busqué en mi bolso el paquete que me entregaron al momento de retirar mis pertenencias. Lo abrí con cuidado. Contenía las llaves de nuestra vieja casa, la que estaba totalmente deshabitada porque, con el éxito financiero obtenido por papá, se habían mudado a una más grande. Me pude percatar de inmediato lo mucho que me querían con ellos. Al menos al manojo de llaves lo acompañaba un generoso fajo de billetes y un teléfono celular.
Este último no era de gama alta, pero estaba nuevo, así que cumpliría su cometido. Abrí la caja de inmediato y noté que ya tenía puesto un chip. Lo prendí y lo primero que pensé hacer fue llamar a Min Yoongi, mi mejor amigo. De sólo imaginarlo una sonrisa se dibujó en mi cara. Aparté los mechones de cabello sobre mi frente (gesto constante ya que mi pelo no era lo suficientemente largo como para acomodarlo detrás de mis orejas), y marqué el número. Me empecé a morder los dedos mientras se marcaban los tonos.
—Hola. ¿Quién habla? —Pronunció su característica voz grave y arrastrada, como si le diera pereza hablar.
—¡Yoongi!
—¿Daphne? —Esta vez sonó más despierto—. ¿Daphne Karnstein, eres tú?
—Así es, Min Yoongi.
—Dime por favor que no te escapaste de la clínica otra vez y que estás a la deriva en alguna parte de la ciudad hablándome desde un teléfono público. —Estaba bastante alarmado.
—No, Yoongi, me dieron el alta hoy —dije emocionada de poder oírlo al fin.
Así como había dicho Yoongi, hace aproximadamente ocho meses había logrado escapar, acudiendo a él para refugiarme. La operación resultó ser un fracaso porque mi familia me encontró antes que él y me llevaron de vuelta al encierro. Había sido la única vez que hablamos a lo largo de esos dos años porque mi familia había vetado su número telefónico de los que se me permitía marcar como llamada diaria y tampoco podía recibir sus visitas. Todo eso tenía una razón, por supuesto.
—Mi... diablos, Daphne, no me hagas esto —Las palabras de Yoongi parecían incrédulas, pero podía escuchar la emoción en su voz—. ¿Dónde estás?
—Estoy en la estación Hoehyeon.
—¿Y a dónde vas? Espera, ven a mi casa esta noche. ¿O estás con tus padres?
—No, no estoy con ellos. Mi familia está en Inglaterra. Según supe mi abuela está enferma y la están visitando.
—¿Tu abuela? ¿La... baronesa?
—Sí... ella misma. Espero que no la estén visitando por interés en caso de que se muera. Pero en fin...
—Hey, trae tu trasero a mi casa. Te iré a buscar a la estación. ¡Podemos pedir pollo frito!
Min Yoongi sonaba emocionado, y la verdad era que yo también lo estaba. Acepté de inmediato, por supuesto, a pesar de que su casa estaba en Myeongil-dong y me quedaba lejísimos. Eso no importaba realmente, considerando lo mucho que quería verlo.
En cuanto llegué a la línea cinco mi emoción aumentó. Al menos me había arreglado lo suficiente como para que Yoongi no pensara que era un estropajo arruinado con patas.
Me bajé en la estación de Myeongil y corrí a la salida. Allí estaba, tal como lo había prometido. Su cabello ahora estaba totalmente descolorido y tenía una bandana negra debajo de éste y sobre la frente.
Vestía una parka el doble de grande que él, haciendo que sus piernas se vieran más flacas aún en esos jeans negros.
Al verme levantó la mano y luego, en lugar de agitarla, corrió hacia mí y me tomó en brazos haciéndome girar.
En cuanto me puso en tierra firme lo abracé con fuerza y solté un par de lágrimas.
—Te extrañé... —Le dije contra su hombro, sintiendo su característico perfume.
—Yo a ti, enana. Ha pasado un largo tiempo desde que te vi. Te ves saludable. —Dijo inspeccionándome—. Y estás más pálida. Pero en general te ves bien. —Acabó, sonriendo.
—Tú también te ves bien, Yoongi. Estás más alto —Bromeé, obteniendo un gruñido de su parte mientras me reía.
—Ya, enana, vámonos. Hay que ir a por ese pollo frito.