Demons.

Capítulo II.

Pasaron las horas, parecía que hasta el clima hubiese mejorado. Llegaba la hora del almuerzo y por ende él se fue.

Ella se fue a su habitación, miró sus muñecas de manera breve, se sintió horrible, gorda, imperfecta. Que idea de mierda la de la perfección. Los sentimientos en contra de ella opacaron todo y quizá lo harían para siempre.

Quedarse sola era tan feo, los fantasmas y demonios de su interior venían de a uno, ella no sabía si la querían volver loca, la querían matar o querían que se odie más, si es que eso era posible.

Ella le dio entidad a dos de esos demonios: Ana y Mía. Le dio entidad con los blogs que le enseñaban trucos para vomitar, para llenarse de agua los primeros días y no comer, esos blogs de mierda que tenían una chica preciosa como foto, que miraba el inódoro de forma pensativa, ¿dónde esta el vomito saliendo por la nariz? ¿Dónde está el dedo índice y el del medio llenos de saliva, sangre y vomito? ¿Dónde? Esa era la mentira de la bulimia, de poder dejarlo cuando llegues a tu cometido.

Nunca se llega a ese cometido, siempre se quiere más.

Sintió los pasos de su mamá por la casa, automáticamente, se hizo la dormida, solo le pedía por todo lo conocido que no la llame a almorzar, su cuerpo no quería vomitar, su cuerpo quería algo de paz mental.

Lo que no tenía en cuenta, como no lo tiene nunca alguien que se odia, era la preocupación que generaba en todas las que cohabitaban la casa con ella. Todas la veían apagarse, sus ojos eran como dos focos que se habían quemado, pero se quemarían más si la obligaban a almorzar. Desde su habitación, ella quería caer, caer más sentía como se le subía por la garganta el café que él había insistido que tome, estaban los gilletes, esos que habían marcado cada parte de su horrible cuerpo para siempre. Pensó en sus piernas, sus brazos llenos de esas marcas que la iban a acompañar para siempre. El por su parte, ya estaba en su casa, sintió como su papá y su mamá se peleaban, la verdad a él no le interesaba que se separen o que se queden juntos, solo quería que entre ambos se dejen vivir, escuchaba todos los gritos, los reclamos. En el momento que no los soportó más, pensó en ella y estampó la mano contra la pared. Los ojos a los segundos se le nublaron de lágrimas por el ardor y el dolor que eso lo hizo sentir, pensó que carajo le veía de lindo ella a inflingirse dolor, la idea era que el dolor se vaya, no que venga.

La escena de su propio acto de autosabotaje lo asqueó, era una estupidez hacerse daño a uno mismo. Se acostó, con un dolor horrible en la mano derecha, arrepentido claramente. Y ahí se dio cuenta de donde iba a todo, iba por el amor propio. Hacerte daño cuando te querés es muy diferente que hacerlo cuando no te querés, hasta el dolor se percibe diferente.

Si alguien observase la habitación de ella, notaría que es un ambiente triste, falto de vida. Una habitación de suicido asistido quizá tenía más onda. Sabanas con sangre, sacapuntas desarmados, no era de la chica de antes. La sabana de abajo tenía sangre seca, que no se iba a molestar en limpiar, se quedó un rato más acostada, rogando dormirse y no soñar absolutamente nada. Dormirse nomás, no era tan difícil, pero a ella le costaba horrores.

Ella era como un librito braille, estaba llena de relieves, por donde se pasara la mano. Abrió los ojos, esos ojos grandes y muy marrones y sonrió como si estuviera loca.

Tenía frío, tenía calor. Tenía hambre, pero se tenía miedo. Fue a la cocina, su mamá estaba ahí. Eran fideos con crema, con pedacitos de jamón. El vacío en su interior le rogaba por un fideo aunque sea, su mamá la miraba desde la otra parte de la mesa. No iba a sentir culpa por un fideo, se sirvió un plato exorbitante, después probablemente iba a llorar. Su mamá, pensó feliz que era un buen síntoma que coma, pero la voracidad con la que se comió el plato de fideos, el largo trago de gaseosa, la alertaron. Y la felicidad de la mujer mayor se volvió otra cosa. Ella levantó su plato y salió del comedor a su pieza.

Las ganas de comer se volvieron otra cosa, se volvieron culpa y asco. Entre arcada y arcada, se le iba a todo, no solo los fideos que no había alcanzado a digerir, también se iba sangre y lágrimas, también desprecio. Era la primera vez del día y quizá era de las veces que más culpable se había sentido.

 




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