Nunca había sentido pasar un mes con más rapidez que aquel otoño. Los árboles perennes mantenían las hojas adheridas a sus ramas, pintando algunos puntos de la ciudad con colores cálidos, contrario a sus fríos sentimientos, cada vez más apagados ante la nula reacción de su abuela.
Lloraba y muy seguido; mirándola dormir por las noches las lágrimas salían con una ridícula facilidad. Extrañaba tanto escuchar su voz. Cada vez era un poco más difícil ir al trabajo, cada vez era más difícil pretender que cruzarse con aquel atractivo médico no era incómodo, era difícil ignorar que le había pedido matrimonio… y se había negado.
Siempre que pensaba en aquello, se le escapaba una risa involuntaria. Si su versión de quince años se enterase, quizá odiaría un poco a su versión actual, porque una enorme boda era todo lo que deseaba, pero, si supiera los motivos, también estaría de acuerdo con su decisión.
Aunque esto la llevaba a otro de sus problemas más recientes. Porque un mes atrás, para sorpresa de aquella linda enfermera que cubría algunos turnos por la noche; su tarjeta había pasado al segundo intento de cobro. Era un milagro… ¿cierto? Bueno, lo era. Era un milagro que había salido de la cartera de un médico millonario que despreciaba el romance…
Y ante la llegada de un nuevo mes; un segundo pago esperaba ser cubierto para que aquellas máquinas ruidosas siguieran haciendo respirar a su abuela. Cada día entre aquella noche y el presente había estado pensando en lo que pasaría cuando llegase ese momento. Definitivamente no podría tener la misma suerte dos veces, quizá toda su ración de suerte en la vida había sido utilizada aquel día y sólo le quedaba esperar lo peor, cosa a la que estaba acostumbrada.
A diferencia de lo que habría esperado, aquel mes, Bastian Campell había parecido particularmente interesado en comunicarle todos los pequeños avances de su abuela. Casi cada noche lo había visto merodeando por ahí, mientras ella asentía con aire distraído a su reporte, como si no supiese que aquella era una táctica de ligera presión.
—¿Has pensado en desconectarla? —una mujer que acababa de conocer la miró directo a los ojos, de pie fuera de la habitación de su abuela aquella pregunta se sintió como un insulto.
Quizá ser un poco cruel es parte de tener dinero. No solía conversar mucho con las personas que rondaban por el hospital, hasta ese momento; cuando supo que habían trasladado a un paciente en coma a la habitación contigua.
Ella le había hablado de su esposo, su trágico accidente automovilístico y como llevaba dos años esperando por él. Su trabajo la había hecho mudarse de ciudad y lo había llevado con ella. Minie supuso que quizá, parte de su poco tacto podía deberse a lo molesto que es ser tratado con lástima por estar implicado en una situación parecida a la suya.
—No… —murmuró con certeza.
Ya llevaba dos meses esperanzada con que Annabelle despertaría. Ni siquiera le había rondado la posibilidad de que no despertase, hasta ese instante.
—Yo lo he pensado, pero… me siento como una persona terrible cada vez que lo hago —le dijo la mujer, abriendo los ojos con una mueca risueña, aun cuando lo que decía debía provocar lo contrario.
—Es comprensible, es decir, estar sola es…
—Horrible —completó su nueva vecina, mirándola con una sonrisa triste.
—Buenas noches —una voz familiar detuvo lo que estaba a punto de salir de su boca.
Se giró a mirarlo, en aquel uniforme azul que se ajustaba a sus brazos como un guante, no llevaba su bata blanca, pero bien podría andar por ahí con solo ese conjunto y le sería fácil conquistar a cualquiera. Era una pena que no fuese de conquistar. Él le sonrió directamente, Minie apretó el vaso de café que aquella mujer le había llevado para iniciar una conversación. Miró hacia ella; era joven, linda y elegante… quizá ella podría ser más lo que el doctor Campell necesitaba, quizá cualquier mujer que no fuese Minie podría serlo.
—Buenas noches doctor —la escuchó soltar, ella también miraba hacia Minie, como si hubiese notado su cambio repentino de ánimo.
—Minerva… ¿me das unos minutos? —no lo estaba mirando, pero podía imaginar su rostro insufriblemente perfecto.
Casi podía asegurar que él estaba emitiendo su sonrisa cínica y silenciosa que había llevado consigo cada día del último mes, como si tuviese la certeza de que tarde o temprano la decisión de Minerva cambiaría. Ella sonrió hacia la mujer con la que había estado hablando, parecía sorprendida por la informalidad con la que aquel hombre la llamó, pero no podría explicarle todo. Sería un lío expresar con palabras lo que pasaba por su cabeza y en su vida.
—Te veo luego —le dijo Minie, ahorrándose el soltar la mirada de fastidio que deseaba poder ser capaz de lanzarle a Bastian Campell.
—Claro… hasta pronto —soltó la mujer hacia ambos, antes de entrar en la habitación de su esposo, aquella que seria su segundo frio hogar por tiempo indefinido.
De pronto sintió tristeza por aquella mujer y por todos los que pasaban por lo mismo que ambas.
—¿Alguna novedad? —lo miró entonces, por fin.
—Si, de hecho, hay una novedad.
Minie se puso alerta, mientras se sentaba en su sillón habitual, era domingo y tenía el día libre. Bastian la observó atentamente, mientras ella se arrepentía de haber optado por llevar aquella camiseta negra de tirantes y no solo por el frio, sino por la piel expuesta que él no se avergonzó por evitar mirar.
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Editado: 10.08.2021