Estaba leyendo en el móvil apoyado junto a la ventana del bus cerca de la puerta de entrada-salida. El bus paró y mi cuerpo lo notó. Giré mi rostro por costumbre a ver en dónde estaba. Entonces vi a una mujer muy guapa, blanca, de ojos claros, pecas y rizos. La reconocí apenas la vi. Era una muchacha de la que había estado enamorado en mi adolescencia. Se llamaba Alejandra.
La mujer subió, aún era voluptuosa. Caminó hasta mi proximidad y se agarró de un soporte. El bus arrancó.
Empezamos a mirarnos huyendo de los ojos del otro cuando nuestras miradas se encontraban. No aguanté ese suspenso, así que miré al techo, tomé aire y valor de un suspiro y dije:
—Hola Alejandra, ¿me recuerdas? —con una sonrisa aprensiva.
—Hola, ¿Michael!…
Asentí.
—¿Cómo estás? —me dijo—. Ha pasado tanto tiempo.
—Sí, mucho. Bien, ¿y tú? —mecanicé el diálogo habitual.
—Pues bien… bien, bien, ¿y qué más qué has hecho?
Sonreí involuntariamente mirándola.
—Encontrarme con gente del pasado —dije cómico.
Ella río un poco, quizá más incómoda que por lo gracioso.
—Pues… —no terminó.
Dibujé esas sonrisas confiadas que uno hace cuando se pierde en alguien, en su belleza. Como diciendo: «sé que te gusto, y a mí me gustas».
Fuimos esa misma tarde a comer juntos. Nuestras oficinas estaban cerca. Nos reímos y evitamos hablar de pasado, mantuvimos nuestra atención en el presente. Quedamos en ir al cine al día siguiente. Parece irrelevante todo lo que ha pasado esta semana, excepto por ella, por su risa, por su voz, sus ojos, sus rizos, su pequeñas y bonitas pecas. Parece que nada tiene más sentido que ahora, que mañana.