Desde que la luna me acompaña

16

20 de julio del 2015

16: 38 h

En aquellos días que ya no tenía nada que hacer, decidió ocupar su tiempo en lo único que sabía y quería hacer; educar. Por ello, escogió una de las tantas fundaciones que habitaban en el país y se puso a trabajar. Allí estaba hoy, cuidando de los niños, queriéndolos como solo ella sabía hacer, olvidándose de su estado emocional, que iba mejorando de a poco, pero tampoco avanzaba, era un círculo vicioso que apenas podía digerir.

—Oye —preguntó con suavidad, una voz infantil—. Yo también quiero jugar. ¿Puedo? —Sus dudas se veían en su rostro, era un niño tímido.

Apenas conversaba con los demás, pero aquella persona lo había tratado con amabilidad y sinceridad, por lo que no dudó en acercarse.

—¿Umh? —Contestó, algo ida del mundo. Sonrió cuando el pequeño parpadeaba, confuso—. Claro que puedes, es hora de la diversión, pero —se acercó a su pequeño cuerpo, limpiando con una servilleta los grumos de comida que se le habían quedado en la boca—. Primero me tienes que decir por qué no has jugado con los demás, y vienes aquí. Solo estoy yo. ¿No te gustaría jugar con los demás? —Asintió, tímido—. ¿Y por qué no lo hacemos ahora?

—No sé cómo acercarme —le dijo, en cambio—. Se ven grandes y pesados. No quiero ser aplastado —ella sonrió, llena de ternura.

—¿A qué viene ese pensamiento, Jeremy? Hay —pasa saliva, forzándose a decir las siguientes palabras—; personas buenas. Debes saber elegir a las personas con quien te juntas, a pesar de tu dificultad de relacionarte con los demás, debemos hacer algo para ello. Es más divertido cuando hay más gente a nuestro lado ¿no es así? —Asintió, un poco dudoso—. Pues vamos a ello. Te ayudaré a encontrar amigos ¿quieres?

Lo pensó, luego de unos pocos minutos, asintió con efusividad.

—¡Quiero, quiero! —Detuvo su energía por un momento, y dijo—; Pero ¿cómo va a hacer eso? Nadie quiere jugar con una persona como yo.

Revolvió su pelo, y cogió su mano, dirigiéndose a donde los demás niños.

—Claro que sí, solo ve como lo hago —se paró en frente de un pequeño grupo de niños que jugaban a los camiones. Se aclaró la garganta, llamando su atención—. Niños, ¿hay espacio para uno más? —Dice, alegre y llena de confianza. Ellos la miran, y al pequeño que está detrás de ella, escondido.

Fruncen los labios, inseguros.

—Lo hay. Pero ¿está segura de que puede jugar con nosotros? —Señala a Jeremy—. No parece quererlo.

Sonríe, alejando a Jeremy de su espalda colocándolo en frente de aquellos pequeños. Él revolvía su camisa, tímido de todo aquel proceso.

—Claro que sí, hay personas que son más tímidas que otras. Por ejemplo, tú no eras muy extrovertido cuando te conocí Javier, pero mírate, como has cambiado —el pequeño infló los cachetes, avergonzado—. Así mismo pasa con Jeremy, di hola, Jeremy —le dijo al pequeño, el cual los miró con vergüenza, pero con decisión.

—H-hola, soy Jeremy —con la mirada en los juguetes, continuó, más alegre que antes—. ¡Ese es uno de mis camiones favoritos! ¿Cómo lo conseguiste? Mi mamá no me lo ha podido comprar —hace un puchero, triste por aquella noticia—. ¿Me lo prestas? —Dudoso, una vez más, le dice.

Javier y los demás sonríen amistosamente, sabiendo que había un nuevo compañero en aquella tribu.

—¡Por supuesto! Ven, acércate.

Una vez los chicos alojaron a Jeremy en su grupo, Agatha sonrió con satisfacción, alejándose de allí, yendo hacia donde antes la había encontrado el pequeño. Torció los labios cuando vio el cielo, resplandeciente y lleno de vida.

—Así están las demás personas de la tierra ¿cierto? ¿Por qué es tan difícil para mí ser de la misma manera? —Suspira, olvidándose de ese tema—. Bueno, eso no importa ya. No importa.

Luego de unas cuantas horas más en la fundación, su trabajo allí culminó, dejándola con la única opción de ver películas, en un principio, antes de que todo su mundo se desmoronara, le encantaban las películas románticas, llenas del amor que nunca parecía poder poseer, pero ahora, únicamente le apetecían las que la hacían llorar, el drama se volvió en su género favorito. Sonrió débilmente, recordando cual sería la elegida para aquel día.

—La belleza de la vida. Últimamente Netflix me recomienda cosas que no puedo soportar —negó, sonriente—. Pero al menos eso me hace sentir mejor, de alguna manera.

—¡Por qué diablos no escuchas! —Escuchó, no muy lejos de donde estaba—. Te dije claramente que eran plátanos. Plátanos verdes. ¿Cómo diablos no puedes distinguir los colores? —Le tira la funda a la cara, la pequeña no se aparta, solo hace una mueca de dolor.

—L-l-lo siento. No había, solo pensé qué —recibió una cachetada en respuesta, dejándola más impotente de lo que ya estaba.

—Pensaste, pensaste dice —ríe, llena de cólera. El alcohol en ella era más que evidente, pero recientemente se había metido cosas aparte de eso. Descontrolándola mucho más—. Niña, no quiero que pienses. No estás hecha para eso. Entiende —coloca un dedo en su frente, presionándolo con mucha fuerza, cada vez que intentaba calmarse—. Tú solo eres una escuincla que no sirve para nada, solo necesitas escucharme. ¡Porque mierda estás haciendo lo que se te da la gana! ¿Por qué? —Sacó la correa que tenía en la cintura, con la clara intención de pegársela.

Los pasos de Agatha inmediatamente se dirigieron a ella con prisa, importándole como aquello podría afectarle después. La mujer la observó.

—¿Qué demonios quiere usted? No la conozco, váyase —le hizo un gesto de desdén, esperando que eso funcionara para que se fuera, pero no. Ella no lo hizo, la miró, rabiosa—. ¿Es que no entiende el español? ¿Acaso necesita que hable en africano? —Le gritó, molesta de que la interrumpiera cuando estaba castigando a su hija.

—Señora, esa no es la manera en la que debe tratar a su hija —le dijo, suavemente, indagando poco a poco—. Eso podría causarle un daño psicológico más tarde. ¿No considera que...? —la mujer cogió la manguera que estaba usando recientemente, direccionándola hacia donde estaba ella. Agatha se echó hacia atrás, sorprendida por lo que aquella mujer estaba haciendo con ella.




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