La noticia del agravamiento del estado de salud de su abuelo no sorprendió a Gulf. Aunque sí en lo profundo de su ser sintió tristeza.
Su abuelo había sido el culpable de que Gulf descubriera los placeres de la jardinería, de la fotografía y de los postres. Cuando niño, su abuelo siempre lo visitaba. De hecho Gulf tenía en su memoria el doloroso recuerdo de que únicamente su abuelo era quien lo visitaba para su cumpleaños o para Navidad en el exclusivo colegio de pupilos en el que creció.
Sólo un viaje recordaba haber hecho con su abuelo. Pero había sido un viaje que le había quedado grabado en el corazón eternamente.
"El jardín de Kayza", un pequeño hotel enclavado en una colina trunca con la mejor vista del mar del Sur desde cada una de sus ventanas, con una tierra virgen y unas playas inexploradas que la rodeaban por todas partes era la joya y el tesoro de su abuelo.
Su abuelo había sabido ser un hombre de negocios frío y calculador. O al menos eso se decía de él. Nunca se andaba con romanticismo a la hora de hacer negocios. Sólo posaba sus ojos en negocios que su instinto le dijera que iba a darle ganancias. Sin embargo, "el jardín de Kayza" era otra cosa.
Nunca nadie había entendido porqué el abuelo se había empeñado en conservar ese lugar. Era un hotel que a duras penas se mantenía. En baja temporada, que era casi todo el año, siempre daba pérdidas económicas. Se decía en el pueblito cercano que allí siempre habían trabajado las mismas personas, y ahora tal vez sus hijos y que siempre cada verano se recibía a los mismos huéspedes, todos ellos, bohemios artistas, pintores, actores ya olvidados que pasaban sus días escribiendo, pintando, soñando pero que ya habían perdido sus minutos de fama.
Alguna vez Gulf había escuchado la historia detrás de ese pequeño hotel. Gulf no sabía si era cierta o no.
La historia contaba que su abuelo en su juventud, justo antes de haber sido llamado a las filas durante la Primera Guerra Mundial, había conocido en ese pequeño pueblito cercano a una mujer de la cual se había enamorado profundamente. La historia decía que esa mujer llamada Kayza lo había hechizado de tal forma que el abuelo le había prometido dejar a su familia y sus sueños de riqueza con tal de estar con ella. Pues la mujer en cuestión era humilde, una simple cocinera de un puesto de comidas en la playa, que pasaba su tiempo libre en un pequeño jardín al costado de su casa. Y no poseía por ende ni apellidos, ni riquezas ni influencias que la familia del abuelo pudiera utilizar por lo que se le había dejado claro al abuelo que aquel noviazgo no era bien visto.
Al regresar el abuelo de las filas, de las batallas y trincheras, herido pero vivo, había vuelto a ese pequeño pueblo a buscar a su amada Kayza. Pero no la halló. Cuenta la historia que esa peste que azotó Europa y que se llevó consigo a muchas almas se llevó también el alma de aquella joven Kayza. Y eso le rompió el corazón al abuelo. Sólo halló de ella su tumba. Y alguien le había contado a Gulf que en el preciso lugar donde el abuelo besó a Kayza por primera vez es donde ahora se alzaba el pequeño hotel, en su honor.
El hotel y los terrenos aledaños, incluida la playa, formaban parte de la abultada herencia del abuelo que Gulf heredaría muy pronto.
Pero a Gulf ninguna de esas historias románticas le conmovía el corazón. Sólo una vez ha ido a ese lugar y tras los estudios necesarios de mercadeo había concluido que aquella zona virgen y majestuosa era el lugar ideal para levantar un hotel cinco estrellas y hacer un sitio selecto de reunión para la creme de la sociedad. Un lugar sólo para unos pocos privilegiados, un lugar que pudiera convertirse en un paraíso en la tierra.
"Por más linda que parezca la historia, pensaba Gulf, por más romántica que pueda llegar a ser nada de eso es redituable. Con clichés románticos no se construyen imperios y no se hacen negocios. Con esas historias rosas uno no se vuelve millonario. "
Y Gulf sentía que su deber como heredero de una de las fortunas más importantes del continente era duplicar o triplicar la cantidad recibida y confirmarles a todos que sí merecía portar aquellos apellidos. Así que en cuanto recibiera aquel hotelito como herencia se acabarían los huéspedes bohemios, los jardines insulsos y las playas vírgenes. Se jubilaría con la pensión mínima y si era posible sin pagar ningún tipo de prestación a las pocas almas que habían trabajado allí durante toda su vida. Y comenzaría la construcción del mayor emporio turístico del que alguien tuviera memoria.
Gulf cerró los ojos cansado, mientras aquella historia del embrujo de amor de su abuelo acababa de pasar por su mente, mientras el auto que lo llevaba se adentraba hacia el camino pedregoso que iba directo hacia la puerta del hotel.
Había ido porque su abuelo con voz visiblemente esforzada y adolorida se lo había pedido cuando lo visitó en el hospital. Sino estaría ahora en algún casino de lujo, con la modelo de turno, siendo fotografiado para alguna revista importante del jet set internacional. Pero en el fondo de su corazón sentía que debía cumplir con cualquier cosa que su abuelo le pidiera. Su corazón sentía eso, más en la superficie, Gulf buscaba convencerse de que había aceptado aquel viaje para aprovechar una observación más de cerca y personal de las potencialidades de aquel lugar como futuro complejo de lujo.
Al llegar no perdió tiempo, habló lo necesario, saludó lo necesario y no prestó atención a ningún rostro. No había allí nadie que valiera la pena, ni empleados ni huéspedes, nadie con quién valiera la pena intercambiar más que miradas y quizás alguna que otra sonrisa diplomática, si la persona en cuestión lo valiera.
Gulf planeaba pasar esos días diseñando esquemas de marketing, haciendo números y proyectando en la pantalla de su computadora el nuevo hotel futurista que se vería pronto allí. Apenas miró a los empleados que lo recibieron. Poca atención prestó a esa mujer con la que casi choca en una de las escaleras de la puerta principal. Evitó una mueca de asco y de burla al verla ataviada como si fuera una gitana con pañuelos de mil colores, con pollera larga y trenza dorada, piedrería falsa en su cuello y muñecas y uñas largas y postizas. Pero volvió a mirarla cuando, de reojo, vio un anillo que la mujer llevaba en en uno de sus regordetes dedos.