Deshielo

Prólogo

En esa cálida noche de verano todo sucedía con normalidad.

Las briznas de hierba eran movidas por la brisa, la misma que transportaba los olores que componían la esencia del bosque. La luna se erguía sobre éste en toda su plenitud. La diversa vegetación ofrecía un lugar donde refugiarse y en algún lugar fluía un riachuelo de aguas cristalinas. Las aguas reflejaban el brillo de la luna y dejaban ver con detalle los peces que nadaban ajenos al mundo exterior.

Se oía a lo lejos a un lobo aullar y al instante sus congéneres le imitaban entonando así un cántico espeluznante. De vez en cuando un búho se hacía oír e incluso el ruido de las delgadas patas de un ciervo sobre el manto del bosque era audible. Toda esa calma hacía que las voces de los hombres sonaran con fuerza.

Ambos estaban frente a una hoguera y cualquiera diría que estaban de acampada o tal vez de caza. La segunda opción era la más probable ya que portaban un cuchillo y una escopeta. El más delgado tenía el pelo rubio y ojos del color de la miel. En cuanto al segundo hombre, también presumía de pelo rubio aunque era más robusto y sus ojos eran más oscuros, casi negros. Sendos hombres vestían una ropa vieja y desgastada cubierta de barro y algunas otras sustancias no identificables.

Seguramente estarían hablando de cosas tan banales como el error en la predicción del hombre del tiempo, la no tan asombrosa cantidad de dinero que se gastaron sus mujeres en la peluquería e incluso de la afición que tenía el hijo del más delgado a los trenes. Cualquiera podría haber dicho que su conversación estaba dirigida a ese tipo de temas pero alguien más observador y con mucho mejor oído habría advertido el tono lúgubre de los dos amigos.

—No sé cómo podremos con todo esto, Dave. —dijo el robusto. — las Órdenes ya no dan abasto con tanto Terian suelto y ellos están empezando a responder.

—Las Órdenes llevan haciendo las cosas mal desde hace mucho tiempo — dijo Dave mirando hacia las llamas de la hoguera. —eliminar a todos los Terian no es buscarle una solución al problema.

—En primer lugar jamás debieron ser creados. Sin ellos estaríamos mucho mejor.

—Posiblemente lleven tanto aquí como nosotros, Alfred. —recalcó.

Alfred se encogió de hombros, dándole poca importancia a lo que decía Dave.

—¿Y qué más da? Ellos no son humanos, sólo bestias que tarde o temprano pierden el control.

—Lo son, Alfred, tienen una parte de humanidad. Y muchas veces son más personas que algún dirigente de las Órdenes.

—¡Personas! — exclamó Alfred. – son mierdas andantes. Si tuviera uno delante y un arma cargada no me lo pensaría dos veces.

Dave se levantó y claramente contrariado por las palabras del otro, le dio la espalda mirando hacia la oscuridad del bosque. Mientras tanto, Alfred apagó la hoguera y se dirigió a la tienda de campaña que montaron hace algunas horas.

—Deberías pensar un poco más en ello. Que uno de ellos haya matado a tu hija no significa que el resto sea igual. —dijo Dave.

—Creo que no tengo mucho en lo que pensar. Me voy a la cama.

Dave no le respondió. En cambio, comenzó a temblar y a producir sonidos extraños. Alfred lo miró y se dio cuenta de que su piel había adquirido un enfermizo color blanco.

—¿Dave? ¿Estás bien?

Lo único que obtuvo fue silencio como respuesta. El bosque parecía haber cesado con sus sonidos igual que el hombre. Y entonces Dave se estremeció mientras se encorvaba. Y justo en ese preciso momento cambió.

No era un proceso lento, cambió su apariencia como si no hubiese nada de dificultad en ello.

Alfred miró con puro terror a la criatura ante él. Un enorme ciervo blanco que medía casi tres metros con sus astas, las cuales eran del mismo color blanquecino del cuerpo. Le observaba con esos ojos color miel que tanto se parecían a la calma del desierto antes de una tormenta de arena.

—¿Dave? — la voz de Alfred temblaba, al igual que todo su cuerpo.

Inesperadamente sacó el cuchillo de su cinturón y apuntó al indefenso animal, quien lo observaba con evidente tristeza

El ciervo blanco alargó el cuello como si quisiese transmitirle la calma de sus ojos pero eso no pareció ser suficiente pues Alfred, de un salto, se aproximó al animal y le cortó el cuello.

El animal cayó pesadamente al suelo mientras de la herida fatal de su cuello brotaba la sangre, tiñendo el pelaje del ciervo. Éste pestañeó rápidamente para luego cerrar definitivamente los ojos, ocultando el color miel que tan familiar había sido para Alfred.




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