Despertares: La tempestad latente

4. AL FINAL DEL DÍA

Armin se sorprendió al descubrir que sus nuevos amigos estarían en la misma aula durante las siguientes dos clases. A diferencia del profesor Frank, los demás maestros se mostraron cordiales con él, incluso uno le concedió más tiempo para entregar los proyectos. Aunque en la última clase no lo acompañaban Alonso, Lys ni Adrián, ya no se sentía solo. Llegó al salón antes de la hora y le pidió una hoja de papel a un compañero; la chica de la primera clase le obsequió el lápiz, así que no necesitó pedir otro prestado. Quedó encantado con la materia Ciencias de la Comunicación, se concentró en cada palabra de la profesora Ana.

—…Entonces, para construir un círculo virtuoso de comprensión y retroalimentación, hablar es tan necesario como escuchar —explicó la profesora con un tono apasionado.

El timbre de salida resonó en el aula y los estudiantes se dispusieron a regresar a casa. Rumbo a la salida, Armin divisó otra silueta familiar, era Yara, su risueña amiga de toda la vida. Tenía el mismo porte y la manera de moverse de siempre. La joven se perdió de vista entre la multitud; Armin sabía bien que no podía ser ella, pero sonrió al imaginar que lo era. Esa ilusión pasajera lo llenó de serenidad, como un regalo por concluir las clases del primer día. Cuando salió del edificio, encontró a sus tres nuevos amigos sentados al pie de las escaleras.

—¡Es una señal, campeón! —exclamó Alonso al verlo, con una sonrisa pícara—. El destino no quiere que nos separemos.

—Hola, ¿interrumpo algo? —saludó Armin tímido.

Lys sonrió. La prudencia del nuevo le parecía excesiva.

—Nos estábamos acordando de la última vez que acampamos en el bosque —continuó Alonso—. Íbamos a cada rato. ¿Por qué ya no lo hacemos? Ahí no hay nadie que nos diga qué hacer.

—Pero me dijeron hace rato que está prohibido entrar…

—No del todo. Bueno, sí. Ocurre más aquí en la escuela —respondió Adrián, con algo de aspereza—. Como te comenté en el receso, casi nadie se adentra tanto. Cuando íbamos, nunca nos descubrieron. Mi madre puede prohibirme lo que quiera, pero prefiero pedir perdón que pedir permiso.

—Oye, perdón por lo de hace rato… Estaba como en otro mundo y no te presté atención. Es algo que tengo que solucionar. No quiero agobiarte con mis problemas, pero básicamente me deprime estar lejos de la ciudad donde crecí. Todavía me estoy acostumbrando a todo este asunto de la mudanza —soltó Armin, con la mirada clavada en el suelo.

Tan cursi y repulsiva sinceridad terminó por conmover a Adrián. Decidió darle una oportunidad.

—Está bien, sólo espero que no siempre seas tan distraído, como otros —dijo, lanzando una mirada acusadora a sus amigos.

—¡Ahora resulta que te ignoramos! —replicó Lys, cruzando los brazos.

—¡Llevamos diez años aguantándote! —repuso Alonso, con una mueca burlona.

Adrián terminó por reconocer que ambos decían la verdad. Ansiaba que sus amigos lo escucharan, procuraba contarles acerca de todo lo que le parecía fascinante; cuando estaba junto a Lys y Alonso, sentía que podía expresarse sin ningún límite de por medio y sin tener que pelear por la atención.

—¿Y si vamos de campamento los cuatro? Ya hace falta —propuso Lys, al tiempo que se ponía en pie y tomaba su mochila—. Después nos ponemos de acuerdo, ¿va? Ya me voy, tengo que llegar a prepararme un suplemento antes de tomar la clase de piano.

—¿Te vas caminando? —preguntó Armin, anonadado.

—Sí, casi siempre. Vivo cerca. Un día te invito a mi casa, para que la conozcas. ¡Hasta mañana! —Se despidió Lys con un gesto de la mano.

—¡Te acompaño! —gritó Adrián. Dio un brinco desde donde estaba sentado y corrió a su lado.

Ambos se alejaron, sus siluetas se desvanecieron en la distancia.

—¡Ese Adrián, nunca va a cambiar! —comentó Alonso, negando con la cabeza.

—¿Es vecino de Lys? —preguntó Armin, intrigado.

—No, pero últimamente anda muy pegado con ella, no sé qué mosco le picó.

La escuela quedaba vacía y el padre de Armin no llegaba a recogerlo. Alonso lo acompañó un rato hasta que recordó que debía acudir a una práctica vespertina y se retiró.

—Te abandonaron aquí, ¿verdad? —indicó el conserje, con un tono burlón—. No llores, atrás tenemos un refugio para niños olvidados; si me ayudas a barrer, consigo que allá te den agua y comida.

—Ya van a venir por mí —respondió Armin, cortante.

Quince minutos después, Armin vislumbró el auto de su padre a la distancia. Había maquinado la forma de hacerlo sentir culpable por la tardanza, pero su enojo se esfumó al percibir la expresión preocupada del hombre. Su padre se disculpó con él y le contó sobre su jornada extenuante. Le presentaron a los equipos de trabajo y revisaron con detalle los proyectos que estarían bajo su responsabilidad. Armin fue escueto al relatar su primer día en la escuela. A su progenitor le reconfortó saber que el joven había forjado amistades con rapidez. Ansiaba saber también cómo le había ido a su hija.

Por su parte, para el término de ese día escolar, Amanda ya había discutido con los maestros y peleado con un compañero; además, la directora de la primaria la castigó con el doble de tarea. Nada que no hubiera pasado en la antigua escuela.




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