3. Pequeñas Pesadillas

Empezó una noche, cuando mi hermano Franco y yo éramos niños. Yo tenía 9 y el 11 años. Dormíamos en la misma habitación, en una litera. Yo dormía en la cama de abajo porque a veces me movía mucho y tenía miedo de caer desde lo alto. Al día siguiente teníamos un torneo de basquetbol muy importante y me sentía algo nervioso. Por esa misma razón batallé para dormirme, Franco ya estaba incluso hasta roncando. Pasaron unos minutos hasta que al fin comencé a quedarme dormido, los ojos me pesaban bastante pero pude ver como unas piernas colgaron de la cama de arriba. Fruncí el ceño.
—¿Franco, estás despierto? —pregunté extrañado. Pero luego mi vista se enfocó lo suficiente para darme cuenta que aquellas piernas eran demasiado delgadas y largas para ser las de mi hermano. Entonces lo vi bajarse de la cama de arriba, era bastante alto y respiraba pesado, gruñendo por lo bajo. Su piel era grisácea y parecía podrida, sus brazos llegaban hasta el suelo también y caminaba como si estuviera borracho.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando vi que se iba a voltear a verme. Me cubrí hasta la cabeza con la sábana, aferrándome a mi almohada y tratando de no moverme. Pude ver la sombra de aquella cosa acercándose hacia mi, respirando cada vez más pesado y más cerca. Apreté mis ojos con fuerza. No es real. No es real. No es real. Me repetía hasta que se alejó de mi. Asomé un poco mi cabeza para darme cuenta después que esa cosa ya no estaba ahí. Me puse de pie todavía algo precavido y de inmediato cerré la puerta con llave, suspiré aliviado pensando que tal vez eso no permitiría que el monstruo entrara de nuevo.
Entonces escuché la voz de mi hermano murmurar algo, me di la vuelta viendo que estaba hablando dormido y removiéndose. Subí las escaleras laterales y mea cerqué a despertarlo, pero cuando quise mover su hombro algo atrapó mi muñeca. Una mano con uñas largas, casi como largas me detuvo. Tardé en darme cuenta que salía del pecho de Franco, no atravesaba su piel, más bien parecía como si mi hermano se hubiera hecho intangible. Intenté zafarme de su agarre y cuando intenté bajar las escaleras de nuevo. Me tropecé en el último peldaño, cayendo al suelo, al darme cuenta de como un cuerpo comenzó a arrastrarse mientras salía de mi hermano. Miré con horror, era un monstruo parecido al anterior pero este tenía espinas incrustadas en sus brazos. Solo pude gritar el nombre de mi hermano.
Franco se despertó, ahogando un suspiro y aquel monstruo desapareció al mismo tiempo.
La puerta se abrió de golpe, mamá y papá asustados viéndonos a ambos. Me tomó tiempo contestar a sus preguntas y el por que estaba en el piso.
—Monstruo —fue lo único que dije. Sentí que mamá no iba a creerme y me diría que había imaginado todo, solo me abrazó con fuerza susurrándome que todo estaría bien.
Esa noche me dejaron dormir en su cuarto, aunque solamente a mi. Ni siquiera se preocuparon por Franco, solo le desearon una buena noche y cerraron la puerta. El mismo suceso se repitió un par de veces, incluso me levantaba con moretones en los brazos. Los monstruos no siempre eran los mismos. Parecía sentirse culpable de lo que estaba pasando, porque cuando el estaba dormido yo siempre estaba en peligro. Aún así mi hermano no me decía nada al respecto. Ya ni siquiera me volteaba a ver, o me hablaba.
Entonces el día llegó. Una camioneta negra se estacionó frente a la casa, una monja, y una señora con un uniforme extraño salieron de esta. Franco bajó las escaleras, con sus maletas hechas. Mamá me había dicho que iría a un campamento para niños especiales.
—Despídete de tu hermano —dijo papá. Franco se acercó a mi, abrazándome con fuerza. Incluso creí haberle visto sollozar.
—¿Cuándo va a volver? —le pregunté a mi mamá una vez que metieron a mi hermano en la camioneta.
—Pronto, cariño, pronto. —ese día me di cuenta de dos cosas:

1. Los adultos no eran buenos para mentir y, 2. jamás volvería a ver a mi hermano.