Destello Nocturno

Capítulo XV

«Una vez que un objeto ha sido incorporado a una pintura, acepta un nuevo destino»

—Georges Braque.

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Julietta.

La lluvia descendiente sobre el campo era tan alucinante, que no podía despegar la vista. Unos rayos del oculto sol tras las montañas iluminaban el oscuro panorama. Tenía las rodillas cruzadas y los pies cubiertos de suciedad. Permanecí ahí mucho tiempo, hasta que una sombra reflejada a mi derecha me indicó que alguien estaba atrás.

Una oscura mano se posó sobre uno de mis hombros, todo parecía pertenecer a la misma oscuridad.

—Es momento de continuar.

Esa conocida voz fue suficiente como para permitirme abrir los ojos y despertar.

Observé los alrededores en busca del origen de esas palabras, pero no había nada. Tardé un poco en reconocer que estaba dentro de una cueva, apenas iluminada con una pequeña hoguera completamente extinta que me permitía ver a los murciélagos ocultos de la luz del sol.

Sentí el pulso acelerado cuando ciertos recuerdos aparecieron, relacionados a una mirada azulada y unos colmillos destinados a acabar conmigo. Busqué los rastros de su presencia, o la de alguien más. Pero no había nada.

Me incorporé, aunque recordaba las ardientes heridas de mis extremidades, solo encontré vendas con sangre seca, al retirarla no había más rastro de la existencia de esas perforaciones en mi piel.

Era demasiado enigmático. Las heridas no desaparecían de un momento para el otro, eso indicaba que pude haber estado inconsciente durante mucho tiempo. Sin embargo, nada me daba respuestas concretas de mi estancia en ese lugar, solo podía deducir que alguien me había salvado de los colmillos de Denrek y dejado en ese lugar.

Pasé los primeros tiempos del día buscando al responsable de mis cuidados. Ningún rastro de huellas o de mi propia sangre, no había nada y tampoco sabía en donde me encontraba con exactitud. Ocupé el resto del día para buscar alimento y alguna fuente de agua. Logré encontrar la pequeña corriente de un río no tan lejos del refugio en donde había despertado.

Lo único que tenía conmigo era una pequeña daga, con esa pude afilar algunas ramas para formar nuevas armas. Suponía que mi salvador se había apiadado al permitirme tener algo con lo cual defenderme de las bestias. Aunque no tenía razones para reprochar, después de todo, le debía el continuar con vida.

Algunos días pasaron sin tener una idea clara de lo que debería de hacer. Sin importar el tiempo que utilizará buscando alimento, preparando armas a como había aprendido desde mi niñez, y encendiendo el fuego por las noches; todo volvía. La promesa de Evans se repetía una y otra vez, volvía a recordar los momentos que pasamos juntos, la cálida sonrisa de Marceline. Volvía a pensar en todas aquellas personas que posiblemente nunca volvería a ver.

Sentía la impotencia en cada parte de mí, porque no pude hacer nada para ayudarlos. Lo más apresador era pensar en mi poca sensatez, en la propia traición que cometí al salvarla la vida al causante de todo esto.

Nada podría justificar lo suficiente el no haberle disparado cuando tuve la oportunidad, cuando demostró que nada le importaba realmente.

Por más que pensaba en todo, no lograba entenderlo. Nunca mostré piedad por aquellos que nos habían arrastrado a la oscuridad, por aquellos que nos obligaban a escondernos como ratas. Y nada me daba una respuesta al por qué lo ayudé en aquel momento.

Sonreí, era demasiado irónico. Terminó por intentar matarme cuando había arriesgado todo para salvarle el pellejo.

Observé el fuego por un largo tiempo evitando pensar de más. Llevaba un par de días en el lugar, pero al siguiente sería tiempo de marcharme. Solo podía avanzar con la escasa esperanza de encontrar a alguien conocido, o morir en el trayecto; lo que ocurriera primero.

Me acomodé para descansar un poco, lo cual era realmente complicado. No sabía en qué momento alguna bestia podría aparecer, pero tampoco podría avanzar mucho sin descansar lo suficiente. Tenía la mirada perdida en los árboles del bosque que me rodeaba, la oscuridad de las profundidades perdió el toque de soledad cuando unas pequeñas luces descendieron del césped.

Había pensado que tampoco volvería a ver a las luciérnagas en este mundo. La luz que emanaban era alucinante. Esas pequeñas iluminaciones que abrazaban los alrededores me transmitían cierta tranquilidad. Había algo reconfortante en ese panorama, deseaba darle claridad a esas escasas imágenes sin sentido alguno.

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Edgar Von Humboldt.

Las grises nubes que difuminaban el oscuro cielo cubrían la inigualable belleza de la luna menguante en su gibosa transición a una ausente luna nueva que oscurecería los cielos por completo.

Algunas estrellas eran visibles, compartiendo sus destellos en medio de la manta oscura que gobernaba las noches. Sujeté el libro que descansaba abierto sobre mi pecho y releí lo recién escrito.

Capítulo veintiséis del libro treinta y seis.

El trayecto de su demanda es cada vez más impreciso. Aún recuerdo esa fría mirada de la bestia que debía destruir. Nunca había visto una criatura como tal, y tan solo la octava parte de los sumisos sobrevivieron. Nunca había visto a un rougarou de tal manera, con tantas capacidades de destrucción y empezaba a entender el temor de mi progenitor con su existencia.

Permitirle escapar se volvió un problema al perder por completo su rastro. Seguí a los humanos que habían estado con él para intentar obtener algo.

El lustro pasó demasiado rápido, sentía la garganta seca y cada parte de mi cuerpo me pide algo que no pienso conceder. Solo es cuestión de tiempo, y todo se convertirá en algo eternamente inexistente.




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