En una sala de espera ubicada en un moderno edificio de oficinas, Luciano se dedicaba a uno de sus entretenimientos favoritos, analizar personas, aunque ya comenzaba a aburrirse. Había tres personas cuando llegó, una mujer de unos cuarenta y cinco años hojeando nerviosamente una revista; el cabello casi le cubría el rostro, vestía pantalón café y un suéter manga larga; unos minutos después Luciano había llegado a la conclusión de que la mujer en cuestión era víctima de violencia de género, y con seguridad sus ropas al igual que el cabello sobre la cara, ocultaban las huellas del maltrato. Otro de los ocupantes era un hombre joven que veía constantemente su móvil, y a quien Luciano clasificó como algún ejecutivo de cuentas con muchos problemas para cuadrar las mismas. Y por último estaba una jovencita de una delgadez extrema con la que no hacía falta esforzarse, pues era evidente que tenía problemas alimenticios y fue la primera en ser atendida.
Desempeñando el oficio que desempeñaba, era lógico pensar que la mujer se sorprendiese poco de que alguien hablase solo, pues lo estaba, pero también pensó, al igual que en la anterior visita de Luciano, que era una pena que un joven tan atractivo tuviese algún trastorno mental.
Unos minutos después lo hacían pasar al despacho del psiquiatra, que después del amable saludo, le indicó tomar asiento y él lo hizo al tiempo que encendía un cigarrillo. Aunque aquello no era lo habitual y estaba generalmente prohibido, en el consultorio de un psiquiatra había ciertas libertades debido al estado de los pacientes.
Luciano no contestó en forma inmediata, sino que clavó sus ojos en los del individuo, aunque no lo miraba solo a él, sino todo el entorno. A pesar de que aquel sujeto en teoría debía estar preparado para situaciones incómodas como aquella, Luciano notó cierta incomodidad y lo atribuyó al instinto. Apagó el cigarrillo y sonrió.
Aunque Luciano casi pudo ver el cerebro de aquel sujeto planteándose varias hipótesis rápidas, y que iban en distinta dirección a las primeras que había hecho con respecto a él, a raíz de su primera visita, solo sonrió y esperó.
El individuo se enderezó en su asiento y la expresión inicial de desconcierto había desaparecido, y había sido sustituida por una de alerta, del mismo modo que movió el brazo con cautela hacia el escritorio.
Lo primero obedecía a que Luciano sabía que en el borde del escritorio había un botón que él había llamado el botón del pánico, y que conectaba con el panel de la recepcionista, presumiblemente con el fin de pedir ayuda en caso de que algún paciente se pusiese violento.
Luciano se movió hacia él y el hombre miró hacia la puerta.
Después de eso lo hizo sentarse y mirar la pantalla el ordenador.
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Editado: 24.04.2022