LUCINDA
No me arrepentía para nada de lo que había sucedido. Jamás lo haría. Luke era un terrible idiota, y ojalá la vida le devolviera todo el mal que había hecho.
Tiré la mochila en el piso. El cielo era profundo, muy profundo. Caminé toda la noche bajo las estrellas. Ningún auto pasaba, ni un ruido acechaba con romper mi paz. Nada me corría. Este verano perdí la oportunidad de mi vida. Pero al menos tengo una mochila con mucho dinero. Demasiado, me atrevería a decir. Tragué saliva profundamente.
El calor hacía que todo mi cuerpo picara. Me dirigí hacia una especie de playa que había. Un poco de arena, una laguna. El bosque rodeaba toda esta zona, era de difícil acceso. Tomé la campera, y la tiré al piso con furia. Ninguna luz me alumbraba, sólo la luz de la luna. Me metí al agua, y limpié la sangre que me había quedado. Toda la droga, y la campera, las metí en una bolsa llena de piedras, y la llevé hasta el punto más profundo de la laguna.
Me senté en las raíces de un gigante árbol, y esperé a que alguna idea me viniera a la mente. No podía pisar mi casa, claramente. Una posibilidad era ir al Conservatorio de Danzas en Southside. Otra posibilidad era quedarme aquí, buscar a mis nuevas amigas. La más radical era irme del país. Para dos de las tres opciones necesitaba entrar a mi casa, o a lo que era, buscar mis papeles, mi documento, y mi pasaporte. Sería demasiado difícil.
Suspiré cansada. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Pero no iba a derramar ninguna. Tomé la mochila, y volví hacia la parte más poblada del lugar. Todos dormían en el maldito pueblo. Las calles eran mías. Pasé por el conservatorio. Éste no era tan bonito como el de Southside. Northside era lo que podía. Southside era bonito, era mi hogar. Eso, era, verbo en pasado.
Entré a un kiosco que decía veinticuatro horas abierto. Había unas sucias mesas al fondo. Me dirigí hacia allí. Los ronquidos del trabajador me llegaban hasta mis oídos como un molesto ruido que debía eliminarse. Arrastré la silla, e hizo un ruido horrendo. Se oyó como alguien caía. Detrás del mostrador, el tipo se asustó, y lo desperté de su ruidosa siesta.
—¿Hola? — habló asustado. Se acomodó la gorra que llevaba puesta.
—Hola— dije desde la otra punta. Claramente no se esperaba esto.
—¿No tienes una familia con quién estar acaso niñita?
—No, gracias por preguntar.
—Tú eres la de los noticieros, ¿no? Tus viejos tienen un…
—No. Te equivocaste de niña. — le sonreí amistosamente. Pero por alguna extraña razón, me seguía teniendo miedo.
—Pero…
—¿Me das un café?
—No soy tu sirviente. Búscatelo tú…
Rodé mis ojos, y bufé. De nuevo arrastré la silla, me levanté, y me dirigí hacia la máquina de café.
—Entonces, ¿qué haces por aquí sola? — inquirió. Me di media vuelta, estaba observándome de una manera muy incómoda.
—Eso te puedo asegurar que no es de tu interés. Y espero que dejes de mirarme como un degenerado. — claramente, estoy acostumbrada a tratar con todo tipo de personas, y más con estos inútiles que crees que sólo eres un agujero donde depositar su pequeño pene.
—Claro. — aclaró su garganta, avergonzado.
Esta estúpida maquina no funciona, pensé. Me acerqué a la mesa donde antes me encontraba. Había un pequeño televisor colgado que pasaba un noticiero local repetido. Las luces eran tubos fluorescentes. Uno de ellos se estaba por apagar, y titilaba, lo que hacía que tu vista se incomode. Las paredes estaban despintadas, y las mesas sin limpiar.
Tomé mi mochila, y me dispuse a irme. Estaba amaneciendo de a poco. Y de seguro abrirían lugares más cómodos que éste.
—¿Ya te vas? — se acomodó su gorra, y me miró las piernas. Le saqué el dedo del medio.
—Púdrete, asqueroso.
—¡HISTÉRICA! — me gritó, yo ya estaba fuera. Y no valía la pena volver para seguir gritándole. Pero últimamente era la reina de hacer cosas que no lo valían. Volví, y le pateé la vidriera. Los cristales cayeron por su propio peso. Su cara no tenía desperdicio.
Salí corriendo en cuanto comenzó a perseguirme. Luego de unas cuadras lo perdí de vista. Terminé en un lugar totalmente desconocido. Todas las casas eran bastantes parecidas. De lejos, me pareció ver a Tania salir por una puerta.
—BINGO! — pensé. Ella seguro no me vería, la pobre estaba muy ciega.
TANIA.
Mi madre me había despertado muy temprano. Me había dado de desayunar, y prácticamente me había echado de la casa a eso de las seis de la mañana. Me dijo, ve y haz lo que quieras. Se estaba comportando de maneras muy extrañas. Pero bueno, de eso hablaría en otro momento con ella.
De lejos me pareció ver a una chica rubia, así como Lucinda. Pero ella seguro se había ido para su pueblo, los asquerosos de Southside. Tengo que admitir, que no me cayó muy bien. Parecía un poco arrogante, un poco de las niñas que te miran de arriba hacia abajo para descalificar tu atuendo. O de esas que te preguntan si alguien te parece lindo, para luego comentárselo a toda la escuela.
De igual manera, debía ir hacia allá, por lo cual, si era realmente Lucinda me enteraría. Me propuse ir a ver a Bel. Lo sé, se que tal vez soy la última persona que desea ver, considerando que tal vez los chocaron por mi culpa. Dios, me sentía tan culpable.
Por todos los cielos, si es Lucinda. Mierda, y ahora que se supone que haga. No sé como es que, ¿cómo se saluda a una persona que conoces? Nunca jamás me pasó. Mi madre siempre saluda a todos por mí. Cuando nos encontramos con personas, su voz siempre es más fuerte que la mía, y tapa mi tímida voz. Por dios, qué se supone que haga.
—Hola, Tania. — me hizo una seña con su mano.
—Hola…— sonreí. — Luce. Digo, no Luce. Si no, Lucinda. Perdón.
—Puedes decirme Luce. — largué todo el aire, que al parecer estaba conteniendo.