Detrás de la máscara

CAPÍTULO I

CAPÍTULO I

—Buenos días, Marien— saludé a mi compañera al verla entrar en la cafetería.

—Buenos días, Kate. ¿Cómo estás? —me preguntó acercándose a darme un beso muy sonoro en la mejilla.

—Bien —susurré soltando aire bajando el resto de las sillas que estaban sobre las mesas mientras ella iba a cambiarse, contoneándose naturalmente moviendo su larga melena rubia.

Marien era una mujer de veintinueve años, muy risueña y alegre. Con ella los días eran mucho mejores. Después de lo ocurrido con mi familia ella siempre estuvo allí a mi lado e hizo que no me sintiera sola en este mundo. Sinceramente, ya no tenía a nadie. Solo a algunos amigos y compañeros de trabajo. Pero de estos últimos solo tenía confianza con dos de ellos. Marien y Zack.

Zack llevaba trabajando en la cafetería desde hacía año y medio. Era un chico muy agradable por no decir que también era muy atractivo. Lástima que tuviera veinte años, cinco menos que yo, además de que tenía novia. Una novia muy pesada, a decir verdad, pero muy simpática. Todos los días venía a la cafetería, se pedía un café y se pasaba unas dos horas sentada mirando embobada a su chico como tomaba la orden a los demás clientes.

Sonó la campanita de la puerta indicando que alguien había entrado al local. La sonrisa de Zack resplandecía.

—Buenísimos días, Kate— se acercó a mí y me besó la mejilla.

—Buenos días. Qué contento estás, ¿no? —me metí detrás de la barra.

—Solo estoy feliz— sonrió aún más si eso fuera posible.

Negué con la cabeza viendo cómo se iba a cambiar.

La gente comenzaba a entrar en la cafetería, sobre todo los clientes más habituales. Algunos de ellos los conocía desde que yo era una niña y veía a mis padres atenderlos mientras yo estaba sentada en un taburete en la barra o en una mesa con otros amigos.

—Buenos días, Kate— me saludó uno de ellos. Un hombre mayor, con canas y bastón. Se llamaba Gil y todas las mañanas venía a tomarse su café con un buen chorro de ron. No había día que no viniese, incluso si nevaba o llovía a mares.

—¿Cómo estás, Gil? —comencé a servirle antes de que me dijera lo que quería. Todos los días era lo mismo.

—Estupendamente, querida. Aunque no lo parezca, estoy hecho un roble— le dejé la taza delante de él y le sonreí.

—No lo dudo—con un poco de esfuerzo, se sentó en un taburete para poder charlar conmigo tranquilamente, mientras se tomaba el contenido de su taza.

—Y tú, ¿cómo estás?

Sabía a lo que se refería. Hacía un tiempo que no me lo preguntaba porque le pedí que dejara de hacerlo día sí, día también. No quería que me recordase lo sucedido a todas horas. Sabía que lo hacía con su mejor intención, pero era duro para mí.

—Bien— contesté sin más y me miró con tristeza.

—Sé que es duro, Kate, y sé que te sigue afectando, pero no puedes retener tu dolor siempre para ti. Debes compartirlo con los demás para que no te duela tanto— ya estaba otra vez con compartir el dolor.

—Gil, lo he superado— intenté hacerle entender que ya estaba bien, aunque no fuera del todo verdad. Él negó con la cabeza llevándose la taza a la boca.

—La muerte de unos padres no se supera jamás— estiró la mano sobre la barra de mármol para coger la mía.

—Lo sé, pero he aprendido a vivir con ello— bajé la cabeza—. Y no te olvides de mi hermana— volví a mirarle. Asintió con la cabeza.

—A ella no la conocía mucho, pero se la veía muy buena chica. Como tú. Erais tan iguales— dijo como si estuviera sorprendido dibujé una sonrisa triste en mi rostro.

—Éramos gemelas— le recordé—. Lo raro sería que no fuéramos iguales— soltó una pequeña risa.

—Lo sé, lo sé, pero yo me refería al comportamiento. A parte de que ella prefirió seguir con su carrera y tú con el negocio familiar, os parecíais mucho.

—No éramos tan parecidas como todos creen— era la verdad. Cada una tenía sus manías y sus gustos y la verdad es que muchas veces nos peleábamos por cosas banales por culpa del poco parecido en lo que respecta a los gustos que teníamos. Pero aun así estábamos muy unidas.

—Quizá, pero ella tenía un gran corazón, como tú— apretó mi mano y sentí mis ojos arder.

Tenía toda la razón del mundo. Mi hermana tenía un gran corazón y me dolía pensar que ya no estaba conmigo. No solo era mi hermana, sino mi mejor amiga. Nos apoyábamos mutuamente y era la única persona a la que le contaba mis problemas, y ella los suyos. Estaba más unida a ella que a mis padres. Incluso me atrevería a decir que su muerte me afecto más que la de ellos. Pero no podía. Las tres muertes me afectaron muchísimo y no podía saber con certeza cuál de las tres fue peor. Además, que solo hubo un margen de poco menos de un mes entre sus fallecimientos.



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En el texto hay: amor, pesadillas

Editado: 17.04.2018

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