Detrás de la máscara

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XII

Dos noches. Dos noches con pesadillas y cada una peor que la otra.

—Kate, tienes mala cara— comentó Marien cogiendo los pedidos de los clientes con una sola mano.

—No, tranquila. Estoy bien— le dediqué una sonrisa intentando tranquilizarla, pero fue en vano. Ella me conocía bien y sabía lo que me ocurría.

—¿Otra vez? — preguntó y al momento supe a lo que se refería. Asentí con la cabeza moviendo mi mano para restarle importancia—. ¿Has llamado al psicólogo? — volví mi mirada a ella y negué. No tenía sentido mentirle. Lo acabaría sabiendo de todos modos—. Llámale y haz todo lo posible para que te cojan para hoy. No puedes seguir así, Kate— cogí aire y lo expulsé mientras me apoyaba en la encimera. Me sentía muy cansada y con razón. Me había despertado a las tres de la madrugada y no me atrevía a volver a cerrar los ojos.

—Le llamaré luego— anuncié cogiendo la bandeja con algunos pedidos y ella negó con la cabeza arrebatándomela de las manos.

—Ahora— ordenó y salió de la cocina.

Ella tenía razón. Tenía que acudir a un especialista. Tener pesadillas una noche es normal, incluso dos noches seguidas. Pero mi caso roza la locura y no quería acabar como mi hermana. No. Sin duda no podía acabar como ella. Aunque si lo pensaba con calma, ella también acudió a un psicólogo después de que le insistiéramos mucho y no solucionó absolutamente nada.

Saqué mi móvil del bolsillo de mi delantal y busqué el número del psicólogo en la memoria. Lo había guardado sabiendo que en cualquier momento lo necesitaría. Después de mirar la pantalla una y otra vez, pulsé el botón de la llamada y llevé el aparato a mi oreja. No me hacía mucha gracia tener que acudir a ese psicólogo en especial pero quizá sería capaz de ayudarme más que cualquier otro por el simple hecho de que él conocía este caso. Él fue el psicólogo de mi hermana. Aunque con ella no hubiera buenos resultados, quizá las cosas cambiaran. O no. Solo esperaba no perder la poca cordura que me quedaba.

Una mujer me atendió al otro lado de la línea. Supuse que era su secretaria. Sí, definitivamente lo era. Por suerte, Edgar tenía un hueco libre de cuatro a cinco. En cierto modo, me sentía feliz por poder hablar sobre mi problema con alguien totalmente objetivo y que me pudiera ayudar, pero, por otro lado, sentía un poco de temor por lo que me pudiera decir. Tenía miedo de que me diagnosticara una enfermedad mental o que me dijera que me tenían que internar en algún psiquiátrico.

 Respiré hondo y salí de la cocina. Lo primero que más me llamó la atención fue ver a Marien y a Marcus hablando animadamente. Ella estaba detrás de la barra, apoyada con los codos en ella y riéndose de las ocurrencias del cliente. Él tampoco parecía incómodo con la situación. Es más, parecía que estaba muy a gusto con ella.

Pero todo eso pasó a un segundo plano cuando le vi. Estaba en la barra y me miraba con cierto dolor en su mirada. No era de extrañar. Era exactamente igual que Cassandra.

—Sam— dije en apenas un suspiro y me acerqué a él—. Hacía mucho tiempo que no te veía— le dediqué una pequeña sonrisa que él me correspondió.

—No podía enfrentarme a ti, Kate— bajó la mirada a su café mientras removía una y otra vez para que se enfriara un poco—. Y aun así creo que ha sido una mala idea venir. Eres igual que ella— soltó un suspiro y se sobó la frente. Entendía lo duro que era para él verme y no le reprocharía que no estuviera conmigo cuando ocurrió todo. Perder a Cass fue tan duro para él como lo fue para mí y lo pasaría todavía peor viéndome a mí día sí y día también cuando era la viva imagen de mi hermana.

Sobre todo, porque una semana antes de lo ocurrido, Sam me pidió que le ayudara a elegir un buen anillo para pedirle matrimonio. Él estaba tan enamorado de ella que no le importaba su obsesión con el hombre enmascarado de sus pesadillas. Yo sabía que Sam era el hombre de su vida y me dolía ver que aún le seguía afectando su muerte.

—¿Cómo has estado? — ya había pasado más de un año y era la primera vez desde su funeral que le veía. O más bien se dejaba ver. Él pasó su mano por su frondoso pelo negro que por cierto le había crecido bastante desde la última vez que le vi. Parecía más desaliñado que antes. Había perdido un poco de su musculatura. La que tanto le había costado conseguir en la secundaria. Sam, Cass y yo siempre estábamos juntos. Podría decir que Sam era el único amigo que teníamos en común, pero, claro. Poco tiempo después me di cuenta que no era amistado lo que les juntaba sino otro sentimiento mucho más fuerte. Y me alegré. Dios sabe cuánto me alegré de que estuvieran juntos.



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En el texto hay: amor, pesadillas

Editado: 17.04.2018

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