Bien descansado y relajado el domingo me fui junto a Miguel al barrio donde habíamos crecido y desde donde manejábamos algunos de nuestros negocios. Cada tanto nos presentábamos para marcar territorio y mantener tranquilos a los más rebeldes.
—Deberíamos ir a casa de Cristina y preguntarle si necesita algo. —habló Miguel.
—Hacé lo que te parezca —respondí para nada interesado en acercarme.
A metros de la vivienda en cuestión, mi amigo pegó un grito, justo observaba lo mismo que él. Dos bandas que se habían formado sin nuestra autorización empezaban a dispararse. Posé mi mano sobre mi revólver y busqué un lugar para protegerme.
Desde allí miré hacia la casa de Cristina, una chica muy joven que desconocía no se decidía a entrar. Seguí la línea de su mirada y vi un pequeño que de seguro sería víctima de las balas.
Insulté cuando su cuerpo fue en busca del pequeño, me moví a la par de ella pero fue más rápida. Llegó sobre el niño y lo protegió con su cuerpo, yo hice lo mismo para resguardarla a ella. Sabía que le dificultaba la respiración pero era necesario que los aplastara un poco si no quería salir herido.
Cuando el fuego cesó, giró el rostro hacia mí. En ese simple movimiento liberó un aroma penetrante, casi salvaje, que me obligó a buscar sus ojos.
—¡Nos vas a asfixiar, maldito gigante del demonio! —espetó enfurecida.
La solté de inmediato, desconcertado. No era la primera impresión que solía causarle a las mujeres.
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Editado: 04.11.2024