Nacer en un barrio de bajos recursos, muchas veces, te acorta la infancia porque te tenés que curtir para sobrevivir. Al menos, ese fue mi caso y de todo lo que vi y escuché, nacieron ciertas reglas que nunca rompo, por ejemplo, me juré a mí mismo que nunca me acercaría a una mujer menor que yo. Me había asqueado de ver a hombres adultos excitándose con colegialas. A ese sentimiento le atribuí las ganas de moler a golpes al padre de Gabriel cuando recorrió el cuerpo de Ana con los ojos, pero cuando la acorralé contra la pared, solo para volver a sentir el perfume de su piel, no pude justificarme.
De vuelta en la casa de Cristina se negó a entrar por sus cosas. El chico al que reconocí en ese momento porque era a quien había defendido el día anterior, salió con dos mochilas y le pasó una a Ana.
—Voy a ir en el taxi te guste o no —habló Cristina.
—Cris, —la llamó el chico— ellos nos llevan—. ¿Verdad? —se volvió hacia Miguel. Mi socio asintió—. Ya saben donde es la casa de Ana, acordate que me rescataron ayer. —volvió a sonreír en dirección a Miguel.
—Danilo —se dirigió a mí Cristina— te la encargo.
Asentí, preocupado en no demostrar la emoción que me embargó. Después de todo, tal vez, Miguel tenía razón y Cristina no me culpaba por lo que había sucedido.
—Me hace muy feliz sentirme un paquete. Falta que me pongas la etiqueta en la frente. —se quejó Ana.
—El auto es el negro que está enfrente —susurré— digo, por si querés terminar el berrinche con un portazo.
Bufó y cruzó la calle sin destinarme ni una mirada.
Con un movimiento de cabeza, Miguel me indicó que me sentara atrás, abrí los ojos como platos. Nada de lo que estaba sucediendo estaba bien.
Ana se sentó lo más lejos que pudo de mí, Rau durante el viaje le explicó que había sido yo quien lo había defendido el día anterior. Ella, bajando la guardia por unos segundos, me lo agradeció.
—No fue nada —respondí restándole importancia.
—Sí que lo fue —insistió ella— por lo general las personas pasan de largo frente a esas situaciones.
—Entiendo —dije seco, no pensaba contarle cuánto lo había disfrutado.
—¿Te duele? —preguntó de pronto, no comprendí qué esperaba como respuesta— Perdón —siguió hablando— Siempre salto de tema en tema sin dar explicaciones , solo Rau me entiende. Preguntaba si te duele la garganta cuando hablás, tu voz es tan áspera.
—¿Por qué preguntás? ¿Acaso me la querés curar? —congelé la sonrisa que le había destinado cuando me di cuenta lo que acababa de decirle.
Ana de inmediato volvió a pegarse a la puerta, obviamente intimidada.
—Tenía curiosidad —se defendió.
—No, no me duele —respondí molesto conmigo mismo por querer chamuyar a una mocosa e incómodo con la erección que se despertó al imaginarla besando mi garganta—. Miguel frená el auto. —ordené impaciente.
—¿Qué pasó? —quiso saber.
Por suerte al estar concentrado en Rau no había atestiguado el intercambio entre Ana y yo.
—Voy en taxi, nos vemos más tarde. —cerré la puerta de un golpe y me alejé sin mirar atrás.
Una voz en mi cabeza habló fuerte y claro, “¿Quién es el del berrinche ahora?”
Llegué al Rosas echando fuego, me desquité con todo el que se me cruzó. Tamara, que me conocía muy bien, me tomó de la mano y me llevó al despacho. Volví a rechazarla cuando quiso sentarse sobre mis piernas, entendió de inmediato y se arrodilló frente a mi pene que me dolía por la erección.
—¿De dónde vendrás? —preguntó al darse cuenta de que ya estaba más que listo.
Cerré los ojos y no censuré ninguno de mis pensamientos. Todo mi ser gritaba por ella, de tal manera que gemí su nombre dos veces antes de eyacular.
—¿Ana? —inquirió Tamara.
—Disculpá. —solo compartíamos el sexo, igualmente sentí la necesidad de disculparme.
Tamara levantó los hombros, restándole importancia y se fue. Yo me quedé pensando cómo puta iba a hacer para sacarme a la mocosa de la cabeza.
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Editado: 04.11.2024