Escuché el motor de un auto detrás mío, no le di importancia, quería ver a Gabriel, no había dejado de pensar en él. El padre del niño me invitó a entrar, ya estaba por hacerlo cuando su rostro se desfiguró, elevó el mentón con cautela. Antes de girarme a ver de quién se trataba, Danilo habló.
—Decile a tu hijo que salga, tenemos poco tiempo.
—Le estaba explicando a la chica que Gabriel está en la escuela.
—¡Mentira! —levanté la voz indignada.
La manaza de Danilo pasó por mi costado, aferrando la remera del hombre.
—Esperame en el auto —ordenó.
Lo empujó hacia dentro de la precaria vivienda y trabó la derruida puerta. Permanecí con las bolsas colgando de mis manos, al reaccionar golpeé insistentemente sin obtener resultado. Corrí hacia la ventana que estaba a un costado, tenía tanta mugre que no permitía ver hacia adentro. Volví hasta la puerta, pensaba abrirla de una patada pero no hizo falta. Danilo salió y fijó su vista en mí, estaba tan enojado que me alejé unos pasos. Al final tomó mi mano, y caminó en dirección a su auto, tuve que correr para igualar sus pasos. Abrió la puerta del vehículo, no hizo falta que me dijera nada, subí callada, con todas las bolsas encima mío. Al apoyar sus manos sobre el volante, le vi los nudillos enrojecidos con un poco de sangre. Estiré la mano para acariciarlo pero él, adivinando mi intención, la bajó hacia la palanca de cambios del Mercedes. Hicimos dos cuadras, en absoluto silencio, me fue imposible seguir aguantando la tensión.
—Danilo…
—¡Callate! —no levantó la voz, pero su tono fue tan duro que se me escapó un sollozo.
Detuvo el auto y golpeó el volante, se tomó la cabeza con ambas manos.
—¿Entendiste lo que acaba de pasar? —preguntó sin mirarme.
—El papá de Gabriel me mintió, no había nadie en su casa.
—Y vos estabas por entrar ¿sos consciente de lo que quería? —El llanto me dificultaba el habla, giró mi rostro hacia él—. Tenés que aprender a escuchar, Ana, el mundo es peligroso.
—No quiero que tengas problemas por mi culpa, perdoname.
—No los voy a tener, esa lacra no es capaz de enfrentarme.
Sin decir más volvió a manejar, me desilusioné cuando reconocí el camino a mi casa.
—Pensé que íbamos a empezar las clases de manejo.
—Bajate, Ana —ordenó— Hoy no puedo.
No esperó a que ingresara, aceleró para alejarse de mí. No recibí más mensajes suyos por el resto del día.
A las siete de la mañana del martes, mi teléfono vibró.
D: ¿Hora de salida?
A: ¡Buen día! —remarqué el saludo que él había obviado— Trece horas.
D: Sin sorpresas.
No respondí nada.
A la hora indicada salí junto a Rau, Danilo esperaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados y los “Ray-Ban” velando su mirada. Nicolás y Leandro volvieron a referirse a su cuerpo de forma despectiva.
—Tanta preocupación por su hombría ¿será que les han dado ganas de probar? —pregunté retóricamente con la acidez impresa en mis palabras.
Danilo me abrió la puerta del auto mientras le decía a Rau que Miguel lo esperaba en su casa. Dejamos a mi amigo en un complejo de departamentos super lujoso y seguimos nuestro camino.
—¿Querés almorzar ahora o después de la clase?
Saqué de mi mochila dos sandwiches de jamón y queso, le ofrecí uno.
—Los compré en el kiosco antes de salir porque a las cuatro tengo entrenamiento ¿Te molesta comer en el auto?
—No soy yo el que nació en cuna de oro —respondió hiriente.
Durante más de una hora se dedicó a enseñarme con muchísima paciencia. Me alentó cada vez que acertaba en la combinación entre el embrague y el pedal del acelerador y también las veces que no lo lograba.
A las tres y media de la tarde la alarma de su celular nos indicó el final de la clase. La tensión entre los dos se había disipado.
—Todavía no me saludás —dije mientras esperaba que tomara un poco de agua de mi botella.
—Hola, Ana —respondió seco.
—No era lo que tenía en mente.
—¿No? ¿Qué esperabas?
En un solo movimiento, que todavía no sé cómo logré, me subí a horcajadas de él y lo besé.
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Editado: 04.11.2024