El fin de semana al que se enfrentaba Laura era, para decirlo de una forma sutil y esperanzadora, inusual. Su vida amorosa se había ido al traste sin ni siquiera poder sufrirla. Era una forma fugaz de tener un cambio en la vida.
Ese «Sí, pero sin ti» había destrozado, como una de esas hachas medievales, toda motivación personal y, con un tajo abrumador y nefasto, se había desvanecido toda esperanza y posibilidad de mejora.
Lo que no podía esperarse Laura, tras tal desengaño, era que junto a su pequeño coche de los noventa hubiera una mujer de pelo rubio reposando uno de sus codos en la ventanilla del conductor mientras se pintaba los labios con un pintalabios rouge allure. Una mujer dispuesta a ser muy obstinada.
—Disculpe, debo coger el coche —dijo Laura aún con la pesadumbre que llevaba encima.
La mujer giró su rostro para observar a Laura con detención y después de guardarse el pintalabios en su bolsillo derecho de sus tejanos bajó sus gafas de sol un par de centímetros por debajo de la raíz de su nariz, como si inspeccionara a la joven en busca de algo, y dijo:
—Ya me dirás tú, con esta tartana no vas a llegar muy lejos...
«¡Qué descarada!», pensó Laura mientras se imaginaba una forma dolorosa con la que cerrarle la boca.
—Si me disculpa... Debo irme.
Laura intentó acercarse más al vehículo con la esperanza de que la mujer pesada se apartase, pero sólo consiguió avivar aún más la charla.
—Verás... creo que deberías plantearte seriamente tus modales —le reprochó la desconocida.
Laura estaba a punto de explotar. Su chico la había dejado por otro chico, su mundo se venía abajo y una extraña le impedía su necesidad de salir de aquella maldita calle cuanto antes.
—Por favor, le pido que se aparte. ¡No estoy para juegos! —un pequeño tic nervioso rasgó su pómulo derecho.
—Efectivamente, no tienes ni idea de modales —dijo la mujer de los labios rojizos mientras apoyaba su espalda en el pequeño coche de Laura. Insistía aún más en que no pudiera coger el coche.
Aquella situación empezaba a mosquear a Laura. «¿Por qué me está haciendo esto?», se preguntaba por dentro.
—Por suerte para ti, yo sé mucho de modales, Laura.
Otro de aquellos relámpagos recorrió el cuerpo de la joven, esta vez con un estruendoso rugido en su cerebro. La mujer del pintalabios sabía su nombre. Laura frunció el ceño, sorprendida por ello.
—Y, además de descortés, no tienes ni idea de por qué sé tu nombre.
La joven aguantó el tipo. Aquella mujer misteriosa parecía disfrutar del momento y estaba decidida a sorprender a Laura en cada una de las oportunidades que ella le diese.
—¿Nos conocemos?
Sonrió y del otro bolsillo de sus tejanos sacó un pañuelo de seda blanco para cubrirse la cabeza.
—No me gusta conducir con la ventanilla abierta y que se me airee excesivamente el pelo —dijo manteniendo su sonrisa.
Se despegó del coche y dejó entrever unas llaves de coche con una pequeña bola del mundo como llavero. Miró a la otra acera haciendo hincapié en lo que parecía ser un Bel Air del 57.
—Verás... tienes dos opciones. Te subes a mi coche, elegante y triunfante, para descubrir cómo es posible que una desconocida sepa tu nombre o te quedas con tu coche tartana y te culpas de no haberte dado cuenta de que Enrique hace tiempo que había salido del armario.
La mujer se alejó de Laura conservando su sonrisa y con la picardía de saber más incluso de lo que decía.
Ahora era Laura quien se encontraba en una encrucijada. Una mujer, a quien no conocía, le brindaba la oportunidad de perseguir una aventura hacia lo desconocido, de alejarse del mundo que se le despedazaba desde hacía apenas un par de horas.
Laura debía decidir.