—No puedo creer lo que estoy haciendo…
Segundo que pasaba se apilaba sobre la crispada conciencia de Laura. Se había subido al coche de una extraña, después de vivir una experiencia traumática con su novio. Bueno, exnovio. Tras ruptura, era sinónimo de mala decisión, o al menos eso pensaba ella.
—Dime, Laura. —Cogió el pintalabios y, mientras conducía a una mano, empezó a reseguir el contorno de su labio inferior—. ¿Qué tal tu griego?
La cara de ansiedad por las dudas acerca de su toma de decisiones se convirtió en una cara donde el arqueo de cejas imitaba una montaña rusa. Rusa, no griega.
—¿A qué te refieres?
Hubo una pausa. A la misteriosa mujer se le escapó una risita picarona. Una de esas capaces de irritar a cualquiera excepto a quien se le escapa. Había descubierto un chiste perfecto que podría explicarles a sus amigas al llegar a su destino. Uno que tenía que ver con un griego y un yogur caducado. Ya había acabado de arreglarse los labios cuando continuó:
—¿Sabes lo que en la vida nos hace ser como somos?
La pregunta era un acertijo un tanto fuera de lugar, o al menos eso pensó Laura. No supo qué responder. De momento, todas sus intervenciones daban lugar a situaciones confusas y vergonzosas, para ella. Prosiguió:
—El cambio. Somos como somos gracias al cambio —Casi suspiró—. La gente que no vive cambios se vuelve aburrida, un exceso de control se apodera de ellas, falta de entusiasmo, sorpresas. —Varios giros por la carretera—. Y los que continuamente viven en un tornado de cambios, no saben qué es lo verdaderamente importante, su mente se desorganiza y pierde la serenidad.
Laura escuchaba con atención. Después de todo, lo que decía tampoco parecía ilógico. Al menos, se identificaba con los del primer grupo.
—Dime, Laura, ¿has estado nunca con un griego? —Volvió a sonar una risita picarona dentro del coche.
Dieron varias vueltas con el coche mientras el torbellino de enigmas y acertijos agotaba la cansada mente de Laura, hasta que llegaron al aeropuerto.
—¿A qué demonios estás jugando? —se sobresaltó Laura al ver que entraban en el parking del aeropuerto.
Ahora quien arqueaba una ceja era la conductora. Le divertían el escepticismo y la inseguridad de la joven.
—Yo llevo jugando a este juego desde hace mucho tiempo, —Abrió la puerta del conductor y se lanzó hacia afuera—, y te aseguro que no hay día en el que no me arrepienta de no haber empezado antes.