—Bueno, os presento oficialmente a Laura. Laura —Lidia se dirigía a la joven— estas dos furcias son Marta y Lúa.
—Encantada —se presentó Laura.
—Cariño, pareces fatigada del viaje. Venga vamos. Cuanto antes lleguemos al hostal, antes podremos disfrutar de unas merecidas vacaciones —guiñó el ojo a Lidia.
Se traían algo entre manos y Laura lo sabía. Aquel trío de mujeres tenía preparadas bastantes aventuras que pondrían en jaque el escepticismo de la muchacha.
Salieron del aeropuerto como quien recibe a los huéspedes de un hogar vacacional.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó Lidia—¿En taxi?
Las dos anfitrionas se miraron y sacaron una de esas sonrisas que hasta entonces sólo Lidia parecía poseer. «Otra de esas miradas», pensó Laura.
—Nos ha traído Ramón.
La recién llegada levantó la ceja derecha. Y, después, sonrió al igual que sus compañeras.
—¿Ramón aún está en activo?
—No sólo está en activo, es una fiera a partir de las once —Lúa se adornaba en su explicación— y ha mejorado su piña colada.
Lidia se relamió el labio y aprovechó para sacar el espejo circular que se escondía tras los chicles de menta que tenía dentro del bolso.
No muy lejos, siguiendo la carretera principal, en una de las aceras, resonó un par de veces el claxon de un coche un tanto destartalado.
—Ahí está, justo donde lo dejamos…
—Creí que lo habíais dejado en otro sitio —Chasqueó y guiñó a Lúa.
A trote lento, se acercaron al coche y en su interior les esperaba un hombre de unos setenta —puede que incluso ochenta— años, con una camisa apretada que marcaba sus costillas sin músculo y sin grasa. Llevaba una gorra del revés, al estilo rapero, de algún equipo de fútbol que Laura desconocía por completo. Tal vez fuera de criquet. Tal vez el criquet era un deporte nacional en Grecia. Tal vez, pensaba Laura.
—Bienvenida Lidia. Cómo me alegro de volverte a ver. Tan jovial, enérgica y con ganas de molestar al vecindario pasadas las doce. —Salió del coche y abrazó efusivamente a la misteriosa mujer—. Si por mí fuera, ya estarías atrapada con una sortija barata y un par de hijas igual de guapas.
A Laura le pareció un tipo simpático, un hombre con aire sureño, con salsa y mucha labia. Se mantenía bastante bien, aunque era fácil deducir su edad. Al menos, no parecía faltarle fuerzas.
—Y esta joven, ¿quién es? ¿Un nuevo fichaje de vuestro…? —Apenas pudo acabar la frase cuando Lidia le pisó el pie con fuerza.
—¡Qué despistada! Y pensar que aún no vas con palo de madera —se apresuró a disimular.
La joven se presentó y tras alguna broma relacionada con piratas y gel de hidromiel, subieron al coche y bajaron hacia el puerto en busca del pequeño yate de siete metros de eslora que reposaba en las aguas del Golfo Sarónico.
Marta, Lúa y Laura iban un poco apretadas detrás, y mientras Lidia sintonizaba alguna de las inescrutables emisoras de Grecia, Marta aprovechó para cotillear.
—Así que tu novio es un sinvergüenza…
Laura se sorprendió. «¿Las noticias vuelan?», pensó.
—Yo… esto. —No pudo siquiera vocalizar.
—Más bien un caraduro —aportó Lúa.
—No Lúa, se dice «un caradura» —dijo Marta.
—¡Serás guarra! A ver… y ¿cómo se llama la chica? Me refiero a…
—Era un chico, pero… ¿cómo lo sabéis?
Un pequeño ataque de tos afectó a Marta.
—El tabaco. —Se miró a Lúa con intención de conseguir algo a cambio.
Lúa sacó de su escote un billete de veinte euros y se lo entregó a Marta.
—¿Lo ves, Lúa? ¡Era un chico! —Estaba orgullosa.
Laura estaba en medio de las dos y de tan cerca que estaban pudo incluso ver la marca del sostenedor de Lúa.
—Por supuesto, era difícil de saber con seguridad —hizo una pequeña pausa y añadió—: Pero la luna nunca miente.
La muchacha no sabía cómo tomarse aquella apuesta. Había demasiadas incógnitas que se le escapaban. Al cabo de algún que otro giro y desvío temporal, llegaron al puerto.
Ramón aparcó el coche en un pequeño parking a las afueras de los muelles.
—No pienso pagar más por hacer de taxista, así que nos vemos esta noche —refunfuñó el anciano al recordar que tenía que pagar para entrar con coche al puerto.
—¡Y quién te ha invitado a ti? —se burló Lidia.
—Quién va a ser… ¡tu hermana!
A Lidia le cambió la expresión de la cara. Su aire jovial y misterioso se topó con un hielo gélido casi escandinavo. Incluso se atisbó una mueca de inquietud.
Salieron del coche y, después de despedirse de Ramón con tres besos cada una, por un total de doce besos gratuitos, bailaron sus caderas hacia el amarre del yate.
—A decir verdad… no se llevan muy bien —sugirió Marta para picar la curiosidad de Laura.