Día de Poder

PARTE 5

—Tu padre tuvo un despertar espontáneo cuando era niño— comenzó Eduardo—. Empezó a percibir cosas que los demás no podían siquiera imaginar como posibles. Pronto se dio cuenta de que no solo podía percibirlas, sino que también podía manejarlas a su voluntad. Cuando nuestra madre se dio cuenta de lo que estaba pasando, convenció a nuestro padre de que debíamos irnos lejos, de que debíamos escondernos. Así fue como vinimos a vivir a este pueblo pequeño, con la esperanza de pasar desapercibidos.

—¿Por qué era importante no ser notados? ¿De quién estaban huyendo?

—Alguien con el poder de Ademar no estaba a salvo, debía ser protegido. Él se convirtió en lo que muchos llamarían un brujo, un hechicero, un mago. Un ser capaz de manipular la materia, de percibir el tiempo más allá de su concepción lineal, y lo más peligroso de todo: un ser capaz de despertar el poder oculto de otros.

Clara se entristeció al comprobar que su tío estaba realmente demente, pero aunque sacarlo de su delirio fuera un ejercicio en futilidad, decidió tratar de razonar con él, tratar de hacerle ver la incoherencia de lo que estaba diciendo:

—Este es el siglo veintiuno, tío. Aún si lo que me estás diciendo es verdad, la inquisición ya no existe. Los brujos ya no son perseguidos ni quemados en la hoguera. Es más, muchos de ellos anuncian sus servicios por internet y nadie parece horrorizado al respecto. La ley los deja en paz siempre y cuando paguen sus impuestos.

—Ademar no era uno de esos charlatanes, Clara, el poder de tu padre era real. Y los poderes secretos que manejan este mundo no podían permitirlo. Mi madre le enseñó a ocultarse, a protegerse, pero Ademar era un rebelde. Pensaba que si tenía la posibilidad de despertar a otros, debía hacerlo, y concibió un plan para lograrlo. Sus enemigos lo atacaron muchas veces, trataron de detenerlo, de matarlo, pero él era demasiado capaz e inteligente para ser coartado con facilidad. Sobrevivió airoso a todos los embates enemigos, hasta que ellos finalmente encontraron la forma de doblegarlo y destruirlo: amenazar tu vida. Tu nacimiento fue el evento más sublime y transcendental para él, pero a la vez, su incondicional amor por ti se convirtió en su punto débil.

—¿Qué pasó?— preguntó Clara, temerosa. Aunque el relato le parecía inverosímil, algo dentro de su corazón había sido tocado, algo que no podía comprender ni explicar.

—Ademar tuvo que pactar con ellos. Fue la única manera de que te dejaran vivir en paz.

—¿Qué implicaba ese pacto?—. Clara sintió un escalofrío corriéndole por la espalda, pues muy dentro suyo, ya había adivinado la respuesta.

—Ofreció su vida por la tuya— le respondió Eduardo con la mirada clavada en el piso—. Permitió que lo sacrificaran.

—¡No!— se puso de pie Clara de repente. No podía aceptar algo como aquello. No podía…

Con las piernas temblando, se dirigió a la puerta de la cabaña. Tenía que salir de allí, tenía que escapar del delirio de su tío. No podía ser verdad. No. Sentía que se sofocaba, que no podía respirar. Se lanzó hacia la puerta. Necesitaba abrirla, dejar entrar aire. Necesitaba huir.

—Clara…— la detuvo él del brazo—. Sé que esto es muy doloroso para ti, pero te ruego que te quedes. Necesito contarte las cosas hasta el final.

—No— se soltó ella bruscamente—. Estás demente. No voy a escuchar más estas mentiras atroces. ¿Cómo puedes ser tan cruel?

—Créeme que si pudiera evitarte todo este sufrimiento lo haría con gusto, pero es demasiado tarde: esta noche es navidad.

—¡Púdrete!— le gritó ella enojada.

—Clara…— la volvió a tomar él del brazo.

—¡Suéltame, maldito!

Él la soltó y cayó de rodillas, llorando:

—Por favor, Clara— le suplicó—. Solo escúchame un poco más y te prometo que después de esta noche no me verás nunca más. Pagaré cualquier precio que me impongas, haré lo que me ordenes, pero debes dejar que cumpla con mi promesa, debes dejar que te explique lo que pasará esta noche.

Clara se volvió hacia él. Al verlo allí de rodillas, sollozando en desesperación, su corazón se ablandó:

—Está bien— aceptó, volviendo a sentarse en el sillón—. Te escucho.

Una sonrisa de alivio se dibujó en el rostro de su tío. Secándose las lágrimas con el puño de su camisa, volvió a su asiento y respiró hondo para seguir con su relato.




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