—Bien— murmuró Eduardo aprobadoramente al ver que el patio trasero de la casa era amplio y tenía una buena parte cubierta con césped, plantas y hasta un par de árboles frutales.
Aunque el gélido clima invernal no permitía que las plantas mostraran su verde esplendor, su presencia deshojada y amarronada era suficiente para ayudar en el proceso que Clara iba a enfrentar en unos minutos. Sin soltarle la mano a su sobrina, Eduardo se agachó y se sacó los zapatos, apoyando los pies desnudos en la helada tierra. Luego descalzó también a Clara, quien no pareció percatarse del frío penetrando las plantas de sus pies.
—Eduardo…— lo llamó ella con voz plañidera.
Su máscara de enfado y disgusto para con su tío había caído. Su intento por oponerse a su sacrificio por medio de su fastidioso comportamiento ya no tenía sentido. Tenía tanto miedo y estaba tan confundida que no podía darse el lujo de rechazar su ayuda.
—Estoy aquí— le apretó él la mano para reconfortarla—. No importa lo que pase, solo concéntrate en el contacto de mi mano y en mi voz.
Clara asintió levemente con la cabeza. Su mente se hundía cada vez más en una multitud de formas y colores incomprensibles. No podía distinguir el patio de su casa, no podía separar lo que percibía de la realidad física que la rodeaba, no podía clasificar ni comprender nada. Los estímulos la bombardeaban incesantemente, aturdiendo su mente, confundiéndola. Pero en todo ese mar anárquico de sensaciones descontroladas, la presencia de Eduardo era inconfundible, férrea, serena. Clara se aferró a él con alma y vida. No podía verlo, sin embargo, el solo contacto de su mano y la calma de su voz hacían el proceso un poco más soportable.
A pesar de la congelante temperatura invernal, Clara comenzó a sentir un calor que brotaba de la tierra y que se introducía por las plantas de sus pies, subiendo inexorable por sus piernas.
—¿Qué está pasando?— gimió asustada.
—Es la energía de la tierra, solo déjala subir, está bien— la instruyó su tío.
La energía de la tierra la calentó con suavidad y relajó su cuerpo, Clara se dejó hacer.
—Bien, muy bien— aprobó Eduardo—. Cuanto menos te resistas, todo será más fácil.
Clara pensó que si esto era todo, no era tan temible como había pensado. Pero eso no era todo, la energía de la tierra solo estaba preparando el terreno para recibir a su opuesto: la energía del cielo.
Desde el universo infinito, desde las lejanas estrellas, desde el sol invictus, renaciendo, invisible todavía en medio de la noche, llegó la potente energía del cielo. Entró por el centro de la cabeza de Clara y el mundo explotó a su alrededor, incontenible. La confusión que antes había sentido era nada comparada con la información que saturó sus sistemas de forma brutal desde el cielo. Clara se tambaleó con el cuerpo tembloroso, pero Eduardo la sostuvo con firmeza para que no cayera.
La energía del cielo comenzó a bajar desde su cabeza, invadiendo su cuerpo con un fuego blanco insoportable. El poderoso torrente se chocó inevitablemente con la energía que subía de la tierra. Las dos fuerzas se encontraron irremediablemente a la altura del centro energético de su corazón, provocando un cataclismo mortal. Clara sintió que perdía todo el control de sí misma, sintió que la energía se arremolinaba en su pecho, quemándola viva. Intentó gritar, intentó pedir ayuda, pero no podía moverse. Todos sus sentidos estaban tan atormentados por aquel calor insoportable que incluso perdió toda sensación de contacto con la mano de Eduardo.
Pero Eduardo estaba allí, sosteniendo su mano, sosteniendo su cuerpo, y no tenía intención alguna de abandonarla. Trataba de llegar a ella con su voz, pero ella no podía escucharlo. El momento había llegado, era hora de actuar. Con su mano libre, Eduardo hizo un gesto rápido de apertura y luego apoyó su palma abierta sobre el pecho de su sobrina. Respiró hondo y se preparó para su fin.