Diablos en las estrellas

II

A partir de ese punto, el viaje hacia Tierra sería corto, dada la cercanía con el planeta destino. Sin embargo, para mí aquella cercanía no era más que un mito, pues dada mi total soledad, me correspondió a mí esta vez internarme en mi habitación, asustada, oculta de aquellos seres hostiles. Lo único que podía hacer para tener cierta noción del exterior era mirar por mi diminuta ventana hacia el espacio. En ese momento no me extrañó que Tierra fuera la cuna de todo el mal del universo, como algunos decían, ya que ese mundo había nacido en medio de la más absoluta oscuridad, en un lugar de la galaxia donde el cielo era tan negro en todas direcciones que su estrella regente, esa a la que ellos mismos llaman Sol, apenas era suficiente para darles luz durante media jornada, pero quedando a oscuras la mitad del planeta. Recuerdo que cuando era pequeña apenas me entraba en la cabeza que aquello fuera posible. ¿En ese mundo el cielo tiene tan pocas estrellas que de verdad el planeta queda a oscuras la mitad del día? ¿Cómo…? ¿Cómo se sentirá vivir en un lugar en el que ha y total oscuridad? Tan terrible forma de vida es para ellos parte de sus ciclos naturales, aunque para los albeanos pueda parecer la cosa más extraña.

Me exasperaba la negrura de aquel espacio periférico casi totalmente carente de estrellas, me fastidiaba que ahora todos los medios de comunicación cuya señal se captaba estuvieran en uno de los diez idiomas terrestres, pero lo que realmente me puso peor era mi autoconfinamiento impuesto por el miedo. ¿Iba a comportarme de esa forma, ahora que había casi llegado a mi destino? Luego de unas horas en las que me autocompadecí y me dije que había cometido la locura más grande que cualquier persona pudo haber cometido jamás en la historia, me duché, me acicalé tanto como pude y me armé de valor. Era hora de convivir a solas con los terrestres, sin el consuelo de saberme acompañada por otros de mi especie o de otra especie solidaria. De esa forma, empezaba el episodio más emocionante de mi existencia.

Me acerqué al salón de reunión más cercano a mi habitación, como solía hacer, y allí me encontré con muy poca gente debido al brusco descenso poblacional que había registrado la nave en las últimas paradas. Los terrestres me miraron con desconfianza, algunos hasta con cierto estupor, pero esta vez pude notar que ninguno fue indiferente ante mi presencia. Aparentemente, comenzaba a ver las cosas tal cual como eran. Me senté en uno de los sofás vacíos, sin nadie a mi alrededor. Mi soledad —e indefensión— fue tal vez muy notoria en ese momento, especialmente porque todos me observaban con fijación y en silencio. Y cuando digo que todos me miraban, es que todos, absolutamente todos, me miraban. Lo que más me atormentaba de esa especie era lo extraordinariamente silenciosa que era, en contraste con el bullicio de los demás humanos que ocuparon su lugar con anterioridad. Creo que ese silencio se debe a su precaria situación, la de los humanos debido a su estado de sometimiento obligatorio, que callan por temor a cometer errores y los vampiros debido a su naturaleza predadora, cerrados ante todo para atacar por sorpresa cuando su presa no tiene la menor oportunidad de defenderse.

Frente a mi sillón había una mesa sobre la que se encontraban algunos libros terrestres. Había uno en particular que me llamó profundamente la atención, en cuyo título pude leer claramente:

ROMA

Había escuchado mucho sobre aquella legendaria ciudad terrestre, juzgada con frecuencia como la ciudad más interesante de Tierra por aquellos que la habían visitado en alguna oportunidad, usualmente políticos que habían ido hasta ese mundo protegidos por extremas medidas de seguridad, muy diferente a como yo me acercaba a ese planeta, provista solamente por la protección de mi muy afilada lengua y mis —no sé si suficientemente— refinados argumentos. Decían que era una ciudad en la que se podía observar la historia de aquel mundo en su totalidad, desde sus tiempos prehistóricos, cuando los terrestres vivían en estado salvaje, hasta el último de los días contabilizados por la humanidad sobre aquel planeta. Abrí las páginas del libro y pude ver en fotografías que en aquella maraña increíblemente densa de edificios de piedra existía una cantidad extraordinaria de tesoros. Casualmente, justo a Roma era que me dirigía.

―Es una ciudad interesante, pero prefiero Constantinopla. ―Una joven terrestre me habló suavemente, mientras se sentaba a mi lado.

―¿Constantinopla? ―dije, algo sorprendida por cuanto la chica se había acercado a mí sorpresivamente―. No creo haber escuchado sobre esa ciudad.

―Ha de ser porque es una ciudad abandonada y está mayormente en estado ruinoso. Fue duramente castigada durante la invasión albeana y por alguna razón nunca se recuperó, pero es preciosa. Es famosa por una antiquísima iglesia llamada Hagia Sofía, pero a mí me gusta mucho más otro templo llamado mezquita del Sultán Ahmed, popularmente la mezquita azul, que tiene una cúpula rota durante la guerra que filtra la luz de forma especial a través de sus grietas. Es hermoso, parece un sueño al estar adentro y mirar los haces de luz. Imagino que harás algo de turismo en la Tierra, así que ya tienes mi recomendación. Mi nombre es Laura, por cierto.




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