Diablos en las estrellas

IV.1

Al mirar por primera vez a través de la puerta de la nave que nos había trasladado desde la estación orbital hasta tierra firme y ver aquel mundo, se me cayó el primer mito sobre Tierra, pues a diferencia de los interminables y horrorosos mitos que pululan en Albea, ese planeta no es un mundo eternamente encapotado por nubes de tormenta que bloquean la luz estelar de Sol que sumen a la superficie en una penumbra ininterrumpida para el deleite de sus más famosos habitantes. De hecho, lo primero que me sorprendió fue la luminiscencia especial de aquella atmósfera, ya que su limpieza permitía a esa luz atravesarla por completo. Era de tarde y el cielo estaba teñido por un ligero tinte naranja, pero aún la blancura de la luz estelar dominaba. Lo más sorprendente y sobrecogedor de todo fue ver, allá en el fondo, cerca del horizonte, el perfil de la mítica ciudad de Roma, una legendaria ciudad que en su poder había dominado la historia de aquel planeta en diversas etapas, desde su más lejana antigüedad hasta los tiempos más recientes.

Reconocí la cúpula de la catedral de San Pedro que tantas veces había visto en fotos. Aquel templo fue en una época ya muy lejana la sede de la poderosísima Iglesia Católica, tal una de las instituciones más potentes en la historia de aquel mundo, tal vez la más en la época anterior a la revelación vampírica, pero hoy desaparecida como institución, en vista de lo cual aquel indiscutiblemente maravilloso edificio es ahora un museo dedicado a la historia de la que muchos llaman la ciudad eterna. Considero que es un muy propicio uso para un edificio tan grandioso. Aquel horizonte tan particular en el que las cúpulas antiguas se mezclan diáfanamente con los altos rascacielos, evocaba en mí toda clase de sensaciones revoloteando juntas como animales domésticos jugueteando entre sí, el miedo junto a la excitación, y el triunfo junto a la incertidumbre, todo aquello producto de mis intensos estudios sobre Tierra, mismos que me valieron la antipatía y el terror de muchos de mis congéneres, que me consideraron (muchos aún me consideran) una sádica, ya que ese interés e intenso estudio por esa especie de diablos estelares me delataba como una desequilibrada mental.

Bajé lentamente la larga rampa que me llevaría al suelo, en parte debido a que deseaba realmente disfrutar de ese momento, pero también en parte debido a que quería tantear la situación, pues no estaba del todo segura de cómo sería recibida. Por supuesto, Mateo Alpert me había prometido todos los dispositivos de seguridad necesarios para llevarme con toda satisfacción a mi hotel en Roma, en donde permanecería durante algunos días para comenzar mi trabajo, y sabía muy bien que aquella palabra significaba el mayor certificado de seguridad que podía existir sobre la faz de ese mundo, pero lo que racionalmente podamos pensar no siempre es entendido por el instinto y la irracionalidad, que también es muy útil en muchas oportunidades.. Sin embargo, justo en ese momento me asaltó la sensación de que había tomado una decisión realmente mala y que lo mejor que podría hacer en ese mismo instante sería simplemente retroceder hacia la nave y esperar a que despegara de nuevo, emprendiendo mi largo viaje de vuelta a Albea, donde estaba completamente segura de que estaría sana y salva.

Pero por supuesto que eso no fue lo que hice. Continúe descendiendo lentamente aquella rampa que en ese momento me pareció extremadamente larga, al final de la cual había un grupo de personas conglomeradas alrededor de varios vehículos. Supe que me esperaban a mí, pues desde hacía casi media hora el resto de los viajeros habían sido evacuados de la nave y solo yo debí permanecer un tiempo adicional dentro de ella, hasta que se extremaran las medidas de seguridad para mi recibimiento. Al tocar la tierra con mis pies, se acercó a mí una terrestre humana ataviada con una muy formal vestimenta negra. Un grupo de otros humanos se acercaron detrás de ella y, un poco más alejados, nos observaba una comitiva de vampiros ataviados también de negro y que parecían estar atentos a cualquier irregularidad a nuestro derredor.

―Bienvenida a la Tierra, señora Ilmafet ―Recordé que era una costumbre terrestre referirse al apellido de la persona precedido por algún título en los momentos de formalidad―. Mi nombre es Leonora Gasset y seré su guía durante su estadía en la Tierra. Espero que haya tenido un viaje placentero hasta nuestro planeta.

―Ha sido muy agradable, ciertamente. Muchas gracias por recibirme.

―Es un placer para mí personalmente. Todos nosotros formaremos parte de su equipo de seguridad.

―¿De verdad creen necesario cuidarme de esta forma?

―Mi estimada señora Ilmafet —dijo Leonora, luego de una risilla breve—, sabrá usted que no todos los terrestres están de acuerdo con su visita, aunque todos han tenido que aceptarla dada la aprobación de Mateo Alpert. Creemos, por tanto, muy poco probable que exista algún tipo de acción en su contra, pero no podemos obviar el peligro de que algún reformista intente aprovechar su llegada para crear zozobra.

―Lo entiendo. ―No, la verdad era que no lo entendía (¿reformista?), pero estaba segura de que pronto lo entendería.

En seguida, subí a uno de los vehículos junto con Leonora y uno de los hombres humanos, un muchacho muy joven, mediana estatura y piel morena que Leonora me presentó como el conductor.




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