Diana. Convertirse en una princesa

Capítulo 2

  Sara le dijo a Diana que el espiar era algo totalmente indigno e indecente. Que las verdaderas damas no hacen eso. Y las hermanas Spencer son unas pequeñas damas. Cuando su abuelo muera y su padre se convierta en conde, se titularán oficialmente: Lady Sarah Spencer, Lady Jane Spencer, Lady Diana Spencer.

  Pero Diana se sentía inevitablemente atraída por aquella de las muchas habitaciones de la finca, donde en ese momento se encontraban sus padres. Al oír sus interminables discusiones, Diana no podía evitar de pegar su oreja a la puerta o echar un vistazo por la cerradura. Y los padres discutían, discutían sin parar... No se veía fin a aquellas discusiones suyas.

  Esta vez, Johnny y Frances se pelearon porque el amante había llamado a Frances directamente a su casa. Johnny en persona contestó el teléfono. Y aquel tipo con mucho descaro le pidió que llamara a la vizcondesa. Tal vez pensaba que estaba hablando con un mayordomo. Johnny de inmediato supo reconocer quién era el que llamaba y gritó al auricular:

  –¿Quién la pide?

  –El señor Peter Shand Kidd –respondió con un acento australiano que los refinados aristócratas ingleses encontraban chistoso y algo vulgar.

  –Recuerde, señor Shand Kidd, no es costumbre en nuestro reino llamar insolentemente a la casa de una mujer que está casada y es madre de cuatro hijos. Espero no volver a escuchar su voz nunca más.

  –En tu maldito reino viven unos snobs anticuados y arrogantes... –comenzó Peter Shand Kidd.

  Johnny Spencer no quiso seguir escuchándolo. Tiró el teléfono al suelo con exasperación y luego lo rompió por completo arrojándolo contra la pared. Se quedó inmóvil por un rato, tratando de controlar su ira, y luego corrió hacia el vestíbulo, donde se encontraba Frances. Ella estaba sentada en un sillón tapizado al estilo King George y leía una novela rosa, su lectura preferida. Mientras hojeaba las páginas del libro, fumaba elegantemente un cigarrillo insertado en una larga boquilla de marfil.

  –¿Qué te pasa de nuevo? –preguntó sorprendida.

  –Tu amante se atrevió a llamar a la casa donde viven nuestros hijos –dijo Johnny en tono apagado–.  ¿Cómo pudiste permitir algo tan indecente?

  En lugar de responder, Frances se dio la vuelta para que el marido pueda ver su perfil escultural, y lentamente soltó una nube de humo gris de su boca.

  –¿No quieres responderme? –Johnny apenas podía contener su rabia.

  –¿Qué te puedo decir? –Frances se encogió de hombros–. Incluso si le pido que no me llame, ¿acaso Peter me va a escuchar? Es un verdadero hombre, fuerte y decidido. Siempre hace lo que quiere.

  Johnny no podía creer en lo que oía. Miró a Frances y no pudo evitar notar lo esbelta y guapa que todavía era ella, una mujer de treinta y un años que había dado a luz a cinco hijos y había enterrado a uno de ellos. Y él, un hombre doce años mayor que su mujer, ya tenía unas cuantas libras de sobrepeso. Y su cabello ya no era tan espeso como en el día de su boda. Cuando se casaron, Johnny tenía treinta años y Frances apenas cumplió dieciocho. La llamaron la novia más joven del condado de Northamptonshire. Johnny pensó que la joven novia siendo virgen permanecería siempre pura y fiel. Y vaya, qué resultado tan decepcionante: la virginidad en la primera noche de bodas no garantiza la fidelidad dentro del matrimonio.

  –No quiero volver a verte nunca más –Johnny no dijo, sino escupió de su boca estas terribles palabras–. Sal de mi casa. Ve a vivir con tu querido Peter.

  Las manos de Frances comenzaron a temblar. Ella enseguida olvidó de fingir indiferencia. Apagó su cigarrillo y lo dejó en un cenicero de plata.

  –Podríamos hacer las paces... –dijo mirando a Johnny–. En realidad, no pasó nada terrible. En los círculos aristocráticos prácticamente es una costumbre: los esposos primero se ocupan de procrear los hijos para que perdure su linaje, y luego, al cumplir con su deber principal, pueden darse algo de libertad mutuamente. Lo único que se necesita, es que sigan fingiendo que son una pareja feliz para que el entorno no se entere de nada.

  –Así fue antes –respondió Johnny sintiéndose totalmente abatido–. Ahora incluso los aristócratas quieren casarse por amor. Dentro de su círculo, pero por amor. ¡Yo te amaba, Frances! ¡¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?!

  –¿Y cómo fue mi vida? Te di cinco hijos, Johnny. ¿Entiendes lo que significa? Cinco embarazos difíciles en un periodo de trece años. Sarah nació nueve meses y medio después de la boda. Qué término tan perfecto, ¿verdad, Johnny? Muy pronto, pero no demasiado, lo suficiente para que los chismosos cierren sus bocas. Y tu padre frunció sus labios mostrando disgusto y dijo: "¿Una niña? Bueno, que así sea, pero la próxima vez tienes que parir a un varón que algún día se convertirá en el siguiente Conde Spencer''. Pero fue Jane quién nació después de Sarah. Otra niña. Y de nuevo tu padre estaba disgustado. Finalmente nació nuestro tercer hijo. Y murió a pocas horas de nacer, el pobre. Solo Dios sabe por cuánto sufrimiento he tenido que pasar. Y ni siquiera me permitieron levantarme de la cama para asistir al entierro de mi hijo. Y de nuevo tu padre empezó a presionarnos: "¡Necesito un nieto! ¡Haz que nazca un heredero varón lo antes posible! Las niñas no pueden heredar ni el título de conde ni las propiedad que constituyen un mayorazgo, o sea, se heredan únicamente a través de la línea masculina." Y la carrera por un nuevo embarazo comenzó de nuevo... Diana nació al año siguiente. Mi cuerpo ni siquiera tuvo tiempo de recuperarse de los tres embarazos anteriores. ¿Y qué? Esta vez, no sólo tu padre, sino también tú mismo me dijiste decepcionado: "¡Otra vez es una niña!".




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