Cuentan que hace mucho tiempo, un águila, sobrevolando un corral de gallinas, se le desprendió un huevo.
Con tan buena fortuna que, al caer, el huevo no se rompió. Pasada un tiempo, un diminuto pico empezó a resquebrajar el huevo desde dentro: primero fué el pico, luego las garras, hasta que al final consiguió sacar todo el cuerpo.
La pequeña cria de águila se crió junto con los polluelos de las gallinas. Sin embargo los otros pollos se mofaban de él por ser diferente, llegando a picotearle con frecuencia.
Un buen día, un águila sobrevoló el corral y vió cómo hasta los polluelos más pequeños se mofaban de la cria de águila.
Al verlo, el águila se paró y le preguntó al aguilucho:
“¿Por qué te comportas como un pollo si puede saberse?”
El aguilucho le respondió: “soy un pollo”.
“No”, le contestó tajante el águila. “Eres un águila. Y tienes un pico formidable, unas garras poderosas y la capacidad de volar como una de las mejores aves”.
“¡Vuela!”, le ordenó el águila.
“¿Cómo voy a hacerlo si no puedo hacerlo?”, le contestó el aguilucho.
“¡Te digo que vueles!”, le respondió el águila cada vez más enfadada de ver la actitud del aguilucho.
Y así el aguilucho aleteó un poco sin prácticamente poder remontar el vuelo.
“¿Ves?”, le dijo el aguilucho. “No puedo volar”.
Así que el águila cogió a la pequeña cría y lo llevó hasta la cima de una colina. Una vez allí, lo empujó al vacío y el aguilucho deseseperado empezó a batir las alas tratando de volar, hasta que empezó a darse cuenta que podía hacerlo y además de forma excepcional.
¿Cuantas veces nos hemos tenido que asomar al abismo para darnos cuenta de lo que somos capaces de hacer?
La confianza no reside en lo que somos, sino en lo que creemos que somos.