Dicotómico

I. Fuimos

Él tendía a dividir el mundo en dos posibilidades que le inculcaron sus padres: «Es verdadero o es falso, es bueno o es malo». Así que con 10 años, Michael Claflin lo tenía presente mientras perdía a quien estaba haciendo feliz su niñez, su mejor y único amigo, Lucas Peacocke.

—Papá, ¿él estará bien? —Sus ojos verdes, cristalizados por la amenaza de futuras lágrimas, se ensancharon revelando la zozobra.

—Por supuesto, sé paciente. —El tono de voz del Sr. Claflin no le convenció en su totalidad.

Cómo iba a estar bien conectado a tantas máquinas y sueros. ¡¿Cómo?!

—¿Seguro? —cuestionó atribulado por la incapacidad de trasmutar aquella situación.

Se sentía como un bulto: pesado e inservible.

—Claro que sí —mintió. Cómo podría explayarle a tan inocente criatura que la muerte no discernía edad ni sexo, que no discernía entre juventud o longevidad; o peor, que él se mudaría de ciudad, país, continente, porque promovería otra vida, la suya.

El Sr. Samuel J. Claflin empacó esa noche sus maletas, le hizo el amor a la ex Sra. Claflin y le dio un último beso en la coronilla a Michael. Sin embargo, esa desocupación no entretuvo el que Lucas también estuviese «mudándose» y que sus juicios se ensombrecieran. A pesar de que eran partidas disímiles, su conclusión fue que todo lo que preexistía y coexistía no era eterno, por ende, nadie encajaba en serlo.

Quizá nada sea eterno.

Los días pasaron sin remedio ni espera, incluso ya había anulado la cuenta. Pues la suma de los dedos de sus manos y de sus pies no bastaba, no alcanzó.

Se escribió por ahí: «Los infantes que se van de pronto al cielo son angelitos, disfrazados de niños, del reino de Dios».

¿Era embellecer una desgracia inevitable?

¿Sería irrefutable?

Su confidente llevaba casi un mes internado e infería que el azul radiante de esos iris no se iluminaría por lo áureo del sol nuevamente.

Así sería.

—¡No es cierto! —gritó furioso con ellos, con él, con Lucas.

—Tranquilo, cariño —acalló su madre en un susurro inentendible, aferrándolo a su falda con el abrazo más doloroso que se inventó.

¿Qué clase de persona se marchaba sin siquiera despedirse? ¿Qué clase de persona era Lucas?

—Mike, él dejó esto para ti —mencionó Raquel, la doméstica de los Peacocke, extendiéndole una hoja de cuaderno sucia, arrancada y con excepcional ortografía.

 

Michael Gary Claflin,

Robert y Eleonor no te lo dirán, yo se los pedí. Hace varios meses no estoy muuuuy de maravillas, creo que tanto jugar Pokémon me ha degastado. No te lo había comentado porque la verdad es irrelevante; pero bueno, no quiero que estés triste y mucho menos llores cuando no me puedas ver, yo sí podré verte y me haré la burla de ti, por llorón.

Todavía me acuerdo de la primera vez que llegaste a la escuela, tenías esos horrorosos pantalones morados y repletas de barro las zapatillas. Al principio te hablé por pena, ya que eres un poco «original», mas no te cambiaría.

Tengo miedo de extrañarte, ¿me extrañarás? Porque yo sí.

Sonríe, no comas tierra y no te tragues la goma de mascar.

Siempre seré tu mejor amigo,

Lucas.

 

¿Él lo sabía y no le advirtió? ¿Por protegerlo? ¿Por evitarle el dolor? ¿Por qué?

Te odio, te odio tanto.

Michael guardó la carta en el bolsillo trasero de su ridícula bermuda a cuadros y corrió a casa.

«Siempre seré tu mejor amigo».

Mentira.

«Él estará bien».

Patrañas.

«Te visitaré para Navidad y tu cumpleaños».

Más falacias.

Michael rebuscó en lo irrisorio que poseía dentro de sí; encontró células, tejidos, órganos, conjuntos...; por último, un espíritu despedazado. Descubrió la depresión y la negatividad.

Se descubrió a sí mismo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.