Dicotómico

III. Comunes

Las engreídas aserciones se subordinaban a la dependencia antropológica, o ¿la sumisión era lo que se designaba como cooperación?

—¿No solicitarás auxilio? —Michael traspuso los brazos disfrutando del enternecedor espectáculo.

—¿Tú qué intuyes? —mugió Alexia mientras se le caían algunos afiches con información respecto al «calentamiento global».

—Ya que. —Michael se apropió de gran parte de lo que ella apilaba y avanzó sin aguardarla.

Exacto, él era un caballero.

168 horas trascurrieron desde aquella expiación. Alexia trabajaba recia con el encargo de la Sra. Snipes y Michael no aportaba, encima que se quejaba de cualquier idea que colegía la «ambientalista».

—¿Quieren aire no contaminado para las subsiguientes generaciones? —voceó sobre un mesón del comedor; rodeada por muchos, tildada de loca por todos.

—¡Sí! —corearon.

—¡Renuncien a los desodorantes en aerosol!

—¿Ah? —Fruncieron el ceño.

—¿Y luego apestamos a mandriles? No, gracias. —Brad, el capitán del equipo de soccer, tiró las manos ufanamente.

—Hay métodos caseros, mi querido orangután —aludió arlequinesca y sí que firmó su sentencia: ejecución por guillotina.

—¿A quién llamaste orangután, liberal perdedora? —escudriñó irritado.

—A ti. —Arqueó repetidas veces las cejas antes de correr.

Los pasillos se apreciaban interminables hasta que la arrastraron del codo a una de las aulas, ahorrando un homicidio.

—¡¿Qué coños hiciste?! —reprendió Michael rescatándola de su futura visita al nirvana.

—La duda es: ¿dónde carambas estabas tú? —contrarrestó pinchando con su dedo el estómago de su salvador.

Él la hubiera empujado fuera del club de ajedrez, pero no era el momento de deshacerse de ella…

¿Es pariente de Lucas?

—¿Te debo explicaciones? —ensayó desinteresado, sacó un cigarro de su skinny jeans negro y rebatió su mochila por el encendedor.

—No —negó con repulsión. Aborrecía el olor a nicotina y tabaco; aborrecía los vicios; vicios que le rememoraban a él.

—Entonces, no cuestiones. —Dio la primera calada desatendiendo ese celeste que le penetraba hostil.

Alexia no persistió, se enalteció de autosuficiente y olvidaría eso de producir en «equipo».

—Ya no están merodeando. —Rompió aquella calma un tanto sepulcral. Michael fingía que ella no fluctuaba a su alrededor—. Gracias.

Fue frígida, no permanecería allí y a él no le faltaría. Sin embargo, Michael la retrasó.

—¿Ahora qué, Claflin? —rechistó. La trataba con desidia, y ¿la forzaba de la muñeca?

—¿Eres familia de Lucas Peacocke? —expuso sin resistencia.

—¿Ah? —Se soltó de aquel agarre invasivo.

—¿Eres fami...?

—No sé de qué hablas. —Lo interrumpió volteándose hacia la salida.

—Es que tu apellido... —balbuceó. Se autoapodó débil e… imbécil.

—Es ordinario —refutó disgustada— y, por favor, no vuelvas a tocarme.

Arrojó la puerta iracunda. Y no era por la interrogante desubicada de aquel odioso que desairó su semana, sino por lo que un toque de su parte le sentó justo. ¿Era posible eso? No, no lo aceptaría.

El resto de los días se esquivaron. Ella organizaba protestas, aunque esa no era la misión, para encausar a los estudiantes de la secundaria de Adelaide; él reemprendió lo suyo: hacer poco y repudiar al tercio de la población australiana.

—¿Tienes con quien ir al baile de fin de año? —Brenda, la pelirroja amiga de Alexia, estaba sobreexcitada.

—Sí —aseguró cerrando su casillero luego de recoger unos apuntes de biología.

—¿En serio? ¿Tú? —Sus orbes marrones fulguraban el doble—. ¿Quién? ¿Dereck o Giordano? ¿O Aaron que aún está en casa…? —indagó zarandeándola de los hombros.

Yopo. —Sonrió perspicaz.

—Eres, eres tan...

—¿Especial? —apuró.

—Conceptuaría extraña.

—Gracias. —Le regaló un guiño—. ¿Y tú?

—David Torres —nombró victoriosa ciñendo su libro de matemáticas.

—¿El de intercambio? —Abrió la boca atónita—. Él es muy sexy.

—Amo ese acento español.

—Dímelo a mí.

Ambas adolescentes debatían sobre trivialidades, que Alexia no distinguía una ausencia levemente relevante: Michael acumulaba tres inasistencias seguidas.




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