Subsistían a la defensiva en una colectividad donde todos eran de cerámica.
—¿Ho-Hola? —Michael contestó su celular a las tres y diez de la mañana, espabilándose por la irradiación de la pantalla.
—Soy Brenda y...
—Minerva, no sé por qué llamas. No lo vuelvas a hacer. —Desvió la llamada para recuperar el sueño; ya era improbable.
Qué impudicia.
Un mensaje, del mismo número, alumbró otra vez la pantalla: «Te contacté por Alexia, por favor...».
El involucramiento de la innombrable le enroscó las entrañas.
Irreconocible, telefoneó esta vez él.
—¿Qué quieres, Yinelva? —palió no estar diligente.
—Brenda.
—Lo que sea. —Rodó los ojos a pesar de que ella no era omnipresente—. ¿Y?
—Alexia salió a las once de mi casa y no fue a la suya; Jacky y Roxy están preocupadas… Fuimos donde creíamos… —puntualizó llorosa—. ¿Sabrías dónde puede estar? Ustedes... Tú... —Sollozó—. Me temo lo peor.
«Temerse lo peor» es tan de...
Alexia era bohemia, independiente y temeraria, pero ¿a las 3 a. m.?
La angustia se infló fortuita.
Ahora era igual de paranoico que los demás.
Sin consuelo, desahució a Brenda en la línea. Michael no aplacó con dichos proverbiales o comunicó que la buscaría por ella, meramente se vistió con un buzo pardo y sacudió una chamarra de mezclilla para la extraviada. Se escabulló trastabillando por la ventana, mas a nadie le perturbó el estruendoso ruido de su desplome.
Ay.
Caminó seguro de dónde la encontraría.
Casi cinco horas y Alexia seguía acostada de espaldas en el pasto del parque, cobijándose de su propia compañía. Sus dedos contaban luciérnagas que se asomaron luego de la tormenta, luego de que los nubarrones se disiparan.
Michael, con las manos en los bolsillos de su pantalón, distinguió aquella figura candorosa. Aun lo negara, esa quietud imprevisible le agobiaba.
—Yinelva Minerva te busca.
—¿Ah? —Lo primero que identificó fueron esos botines negruzcos y avejentados. Cautelosa lo miró, y el verde contra el azul se presentó axiomático.
—Tu amiga, qué sé yo —replicó.
—¿Brenda? —figuró.
Michael se posicionó de cuclillas para estar más próximo de su rostro, y aquel lunar en su pómulo derecho lo halló seductor. Alexia frunció el ceño, pero rápidamente una sonrisa creció en sus labios; no apostó que fuese él quien se compareciera por ella.
—No sé —murmuró y se encogió de hombros.
¿La elipsis era porque de cualquier forma sus iones se repelían? ¿O era porque él estaba fumando?
—Por si tienes frío. —Extendió la chamarra y Alexia la aceptó, colocándosela como una manta.
—¿Por qué viniste? ¿Acaso te importo? ¿Acaso me quieres? —citó con ironía.
—Porque Minerva...
—Brenda.
—Okay... —masculló—. Brenda me jodió preocupadísima por ti —desgranó—. Y dejé claro que no te quiero; por ende, no me importas a mí, a otros sí.
—Bien —contestó simple.
Las palabras eran vaivenes. Ella no se ofendió, o si lo hizo, torturó con indiferencia.
—¿Puedo? —pidió permiso para acomodarse a su lado.
—Si quieres —condescendió con ese temple chocante que a él sublevaba.
—Quiero.
Inconmovible, Alexia reanudó lo suyo esta vez con las constelaciones perceptibles, pese a la contaminación, mientras que era examinada por quien envidiaba subrepticiamente su suntuosidad.
—Michael —llamó su atención—, yo fui como tú.
—¡¿Qué desplazó a Alexia la lógica?! —bufoneó.
—Cambié.
—No cambiamos, fenecemos.
—Mejoramos, recordamos y superamos —asintió.
—¿Entonces? —Enarcó una ceja.
—Las enfermedades del corazón son silenciosas; un día estás cenando tu puré de zanahorias y al siguiente estás en un funeral. —Rio con melancolía—. Quizá lo que me molesta es no haberme despedido, aunque ya me perdoné por haberme enfadado con él por eso; por irse.
¿Todavía estoy enfadado con Lucas?
¿Me perdoné por no estar con él?
—Nacemos para morir.
—No sentimos nuestra muerte, nuestros amigos y familiares sí.
—Lo sé.
—Mi abuelo falleció internado en estas fechas —pausó—, y sobre Lucas Peacocke..., él no es mi familiar, aunque estaba ahí…
Michael empalideció.
—Él… siempre estaba ahí, con la puerta semiabierta, enajenado y sonriendo, eventualmente esperando a alguien… «Sonríele. No nos gusta la lástima» —evocó—. ¿Por qué sonreía? ¿Dónde estará ahora? Dejé de visitarlo después de… de su diagnóstico... —El celeste era lánguido cuando enclavó en Michael.