Diego encendió su teléfono móvil y de inmediato el registro de llamadas le avisó de sesenta y siete llamadas perdidas. Nunca antes había sido requerido con tanta urgencia por muchas personas pues al desplazar la lista de llamadas perdidas encontró llamadas de su padre, de su madre, de Pablo, de Carmen, y hasta de Ana, de quien hacía unos pocos minutos acababa de despedirse esa mañana después de haber pasado la noche enredado entre sus sábanas y dando vueltas con ella, como locos en celo, repasando todas las posiciones sexuales e inventando otras nuevas.
Vente a vivir conmigo, deja a Carmen. -Carmen me ha de estar buscando para matarme, no creo que quiera seguir a mi lado después del circo que hicimos en el baile-. Por eso déjala y vente a vivir conmigo.
También aparecían varias llamadas pérdidas de un número desconocido. Eso le recordó que Alberto y Bárbara seguían desaparecidos. ¿Será que algo tiene que ver con ellos esas llamadas? Recordó también que él tenía el teléfono móvil de su amigo. Así que lo buscó en la guantera de su auto.
El celular estaba descargado. Lo conectó al toma corriente del coche. Debía esperar algunos minutos a que el nivel de batería permitiera encenderlo y así podría revisarlo.
Dio vueltas por el vecindario antes de estacionarse frente a su casa. Estaba evadiendo la idea de llegar y hallarse con la furia de Carmen; montada en armas y lista para volver a atacar. Además, aliada de sus suegros, pues con toda seguridad ya se los había echado al bolsillo y estaban listos para descargar un arsenal de recriminaciones encima de su humanidad. De sólo pensarlo a Diego le empezó a doler la cabeza. Pero era algo que ya estaba esperando desde que salió de la delegación. En fin, solo había que llegar y enfrentarse a la tropa, sin armas ni argumentos más que la propia convicción de que era hombre y ya era bastante grande y que sabía lo que hacía y que ya estaba harto de Carmen y ya no la amaba. Que quería cambiar de aires y aunque Ana no era la mejor opción, diría que sí estaba saliendo con ella y al que no le gustara que se aguantara. Si Carmen quería lanzarse de un piso, que lo hiciera. O si quería arrojarse en contra suya a patadas y rasguños, que se aventara, que él con gusto las recibía y si con eso quedaban a mano pues podría hasta arrancarle la cara, si así quisiese. Total ya la situación en esa casa ya no tenía remedio. Y si sus papás también se le ponían al brinco se iba de la casa. Al fin y al cabo, esa mañana Ana le había ofrecido que se fuera a vivir con ella en un tórrido amasiato. Y ahí sexo no le faltaría.
Lo que si le iba a hacer falta era Bárbara, y en este punto, Diego tenía que admitir que estaba sintiendo un vacío en el pecho al darse cuenta de cuánta falta le estaba haciendo.
Estuvo atrapado en cavilaciones afuera de su casa, por espacio de media hora, con el auto encendido y las llantas del lado izquierdo por encima de la banqueta.
Se decidió a cortar la serie de suspiros que cada minuto se arrancaba del pecho, y de manera impulsiva, tomó el celular de Alberto para encenderlo. Temía que tuviera contraseña o patrón de acceso, pues eso complicaría poder comunicarse con Brenda.
La cara se le iluminó a Diego cuando apareció el fondo de pantalla con la fotografía de su amigo con su novia, abrazados, con los rostros unidos de las mejillas y sonrientes. Que raro que Alberto no pusiera contraseña a su celular. ¿Era tanta su decencia que no tenía ningún secreto que esconder? Diego sonrió al recordar a su amigo. Vino a su mente la primera vez que lo vio y que lo escuchó hablar aquella ocasión en la que los padres de familia de su escuela lo habían convencido de unirse al equipo de fútbol de la colonia. Alberto tenía pocos días de haber llegado a Tampico. En un principio a Diego le había caído mal, por el simple hecho de que era un profesionista que los muchachos veían con respeto, pues era el maestro de sus crías en la escuela primaria de la colonia y porque "hablaba bonito el profe". Por esa razón Alberto fue directo al hígado de Diego, quien era más bufón y pendenciero y era el único que no tenía hijos en el equipo. En una ocasión le desinfló el estómago de un balonazo, dejándolo tirado en el césped, tratando de tragar aire. Algunos jugadores detectaron la mala intención de Diego y se quisieron hacer de golpes con él en defensa del maestro. Pero la trifulca se disolvió cuando Alberto le sonrió después de que se pudiera recuperar y le dio la razón de que no había sido a propósito. ¡Diablos! El nuevo era un santo y venía a predicar las buenas acciones y no tenía la más mínima intención de meterse en problemas. Ahora, tiempo después, Diego estaba entendiendo que Alberto era todo lo opuesto a él, quizás por eso lo había odiado al principio, porque él ni volviendo a nacer sería un hombre ejemplar como su amigo. Y de ahí, el santo se volvió interesante para Diego porque era una versión muy distinta de él y comenzó a admirarlo hasta convertirlo en su mejor amigo; el único hombre en la faz de la tierra al que le permitía que le dijera sus verdades y lo juzgara. Alberto lo podía golpear hasta tumbarle los dientes y él no metería las manos para defenderse, porque sabía que si un día eso ocurriera era porque justamente se lo merecía. Pero ahora ese amigo estaba muerto.
Diego sintió que una fuerza se elevó desde la parte del estómago y lo hizo temblar del pecho a la hora de expulsarla. Era un suspiro cargado de emoción que lo hacía sentir ganas de llorar. Alberto no se merecía aquel triste final.
Diego no pudo soportar más esa tensión. Lloró. Golpeó el volante y dejó caer el rostro encima de él. Las lágrimas rodaron por el centro del volante y se estrellaron en su pantalón. Balbuceó un ¡maldita sea! y se golpeó la pierna con el puño.