Por la forma en que se estaban mirando, ambos supieron que eran el uno para el otro, y esa manera, en la que Ramón, ataviado de ese vestido azul y esa peluca color ambar, se movía, cadencioso, encima de las caderas de Pablo, los estaba transportando a otro mundo donde solo ellos existían, y que los hacía olvidar por unos instantes el lugar donde se hallaban y la situación tan peligrosa por la que atravesaban. Si algún guardaespaldas entraba, los acribillaría enseguida, o la misma Nereida, que había atado a Pablo a la cama para violarlo, les sacaría el corazón a ambos con una metralla. Ella sí que los perforaría de pies a cabeza al verlos haciendo el amor, uno sentado encima del torso del otro, y es que, ¿qué otra cosa podría doler más a Nereida que verlos así? A su hombre con otro hombre en la misma cama que ella había preparado para que Pablo la hiciera suya.
Pero eso no parecía importar en ese momento a la pareja de hombres, pues mantenían la mirada fija uno en la del otro, armonizados por la respiración brusca que salía de sus pechos. Pablo emitió un gemido glorioso que lo hizo abrir la boca y apretar con ambas manos los glúteos de Ramón. Por su parte, Ramón jadeaba en medio de su apresurada respiración y sonreía complacido por sentirlo.
De pronto, vino el estallido, primero de Ramón y luego de Pablo, ambos concentrados en el rictus de placer que consumía la mirada en ambos. Pablo dejó correr con intensidad una oleada de placer que lo sucumbió de palmo a palmo. Ambos sabían que había sido rápido pero sublime. Dadas las circunstancias había que apresurarse a terminar de entregarse y enseguida huir de ahí, pues era con esa intención con la que había entrado Ramón a la casa; disfrazado de prostituta. Se le había ocurrido adoptar el nombre de su madre y la actitud de una de las prostitutas que bailaban con los hombres a los que seducían en la cantina de su padre cuando era pequeño. Él las veía divertirse meneando las caderas cerca de los rostros de los borrachos con una botella en la mano al ritmo de la música de salsa o de cumbia que se desprendía de las bocinas de la rockola. Ramón las imitaba cuando conseguía unas monedas para insertarlas en la rockola y bailar. Decía que era la reina de la música grupera y se movía cadencioso al ritmo de “tu amor es una trampa maldita que está acabando con mi corazón” ante la mirada inquisidora de su madre y ante la explosión de risas de sus tíos, incluso la de su padre. Aquellos años estaban muy lejos.
Se quedaron quietos unos segundos, mientras sus almas se recuperaban y la intensidad de la respiración disminuía y le volvía la quietud al pecho. Ramón bajó la mirada para ver a Pablo. Le sonrió. Pablo le palpó una de las piernas y le devolvió la sonrisa.
- Con el brillo de tu mirada llenas de vida mis ojos-. Dijo Pablo sin dejar de sonreírle como tonto.
- Tú eres todo lo que ahora tengo y perdería la vida si te pierdo-. Contestó Ramón.
Apenas iba Pablo a responder con otra cursilería, cuando la puerta se abrió con fuerza.
Era Nereida quien la había azotado. Ella se presentaba ataviada con un vestido escotado y ceñido a la figura, de una sola pieza y de un color rojo encendido. Traía la cabellera alborotada y su cara estaba cubierta de bastante maquillaje. Por un segundo se le había visto una sonrisa perversa al abrirse la puerta, pero en cuanto hubo reparado en la escena al interior de la habitación, su sonrisa desapareció y su rostro se transformó en un aspaviento, primero de asombro, después de rabia. En sus ojos ardió un infierno al contemplar la escena de su hombre montado por una chica de melena esponjada y de piel morena.
Nereida estalló, gritó y se fue con las uñas afiladas en contra de la mujer de piel canela. La jaló del cabello y gritó con horror cuando se quedó con la alborotada melena entre las manos. Siguió gritando por unos segundos más con la peluca entre los dedos, después la arrojó al suelo y clavó los ojos de arpía en aquel hombre con vestido que estaba encima de su Pablo.
- ¿Pero que rayos está pasando aquí?
Ramón se levantó impulsado para defenderse del ataque. Nereida se le había ido encima como una fiera embravecida; dispuesta a clavarle uñas y dientes. A Ramón se le dificultó contrarrestar el ataque, pues la rabia que había en aquella mujer era descomunal; tenía la fuerza de una cabra frenética y fuera de control. No había poder humano que pudiera atraparle las manos y calmarla.
Lo golpeó en el rostro con los puños y lo mordió del hombro. Después alargó la mano hasta el pequeño taburete que había a lado de la cama para tomar una lámpara y alzarla, dispuesta a estrellarla en el cráneo de Ramón. Pero de pronto, la puerta se volvió a abrir. Apareció la silueta de una mujer de caderas amplias, robusta y mal encarada; que de primer ojo ni Ramón, ni Pablo pudieron identificar. Ella traía en la mano una vasija de cocina, de metal, la que estampó en la cabeza de Nereida, haciéndola callar de inmediato, arrojándola al piso sin sentido.
- Ya me tenía harta esta muchachita estúpida-. Dijo la mujer mientras Pablo se incorporaba de la cama y Ramón hacía por controlar su respiración.
- Las cosas se van a poner muy feas allá en la sala-. Volvió a hablar la mujer, después fue hasta ellos y se inclinó para sacar una caja debajo de la cama. La abrió ante los ojos azorados de la pareja de hombres.
La caja estaba llena de pistolas y cartuchos.
- Vamos a necesitar esto para salir con vida de aquí.