Las tinieblas reinaban aún en el mundo, así que los cuatro hermanos reunieron a los demás dioses en Teotihuacán. Una vez ahí, decidieron hacer un nuevo y definitivo sol, uno que fuera eterno, así que necesitarían de dos de ellos, uno para que fuera sol y otro para que fuera luna. Hubo entonces un voluntario para la primer encomienda, un altivo dios llamado Tecucciztecatl, el del caracol marino.
–Yo seré su sol- dijo orgulloso el guerrero -puesto que soy lo suficientemente poderoso para esta noble tarea-. –Así sea, Tecuccizitecatl, tu serás el sol, ¿pero quién ha de ser luna?- dijo Quetzalcoatl. Los demás dioses se miraron, puesto que nadie quería esa oscura tarea. Al final, todos voltearon a ver a Nanahutzin, el busbosillo, un dios que tenía el cuerpo cubierto de llagas, pero el corazón de oro y como nadie quería tenerlo cerca, todos le obligaron a ser luna. Dicho esto, los dioses construyeron dos grandes adoratorios, uno junto al otro, el más grande y suntuoso para Tecuciztecatl y el más pequeño y sencillo para Nanahuatzin. Por trece días hicieron penitencia y ayunaron y ofrecieron ofrendas para purificar sus cuerpos.
Tecucicctecatl ofreció en el Tonatiuh-itzacual (pirámide del sol), manquetzalli (plumas finas), pelotas de oro, espinas de coral precioso y copal muy bueno. Este arrogante dios se vistió con sus mejores aderezos, un hermoso lienzo cubría su cuerpo y el aztacomitl (bello plumaje) decoraba su cabeza. Nanahitzin en cambio, ofreció en el Meztli-itzacual (pirámide de la luna) cañas verdes atadas de tres en tres hasta formar nueve hatos, bolas de heno, espinas de maguey teñidas con su sangre y sus póstulas. Para esta ocasión vistió un amatzontli (tocado de papel amate) y un maxtli (taparrabo) y estola del mismo material.
Durante un lapso de trece días los dos dioses hicieron penitencia y ayunaron, preparando sus cuerpos y almas para la dura tarea que les esperaba. Al término del plazo los cuatro dioses creadores hicieron una gran hoguera en la calzada de los muertos, cuyas flamas eran tan grandes que alcanzaban el cielo mismo.
-¡Ea pues Tecuccitecatl!, entra en la hoguera para que nazca el nuevo sol ordenó Huitzilopochtli al dios del caracol marino. Tecuciztecatl hizo un intento por arrojarce al fuego, pero las llamas lo intimidaron y retrocedió temeroso. Cuatro fueron los intentos de este dios por arrojarse a las llamas y cuatro veces retrocedió presa del pánico.
-¡Prueba tu ahora Nanahuitzin, y que tu intento fructifique!- dijo Huitzilopochtli el pequeño y enfermo dios. -¡Sea pues su voluntad hermanos mios!- fue lo único que dijo el bulbosillo, porque inmediatamente después se arrojó de cabeza al fuego. Tecuciztecatl, avergonzado de la valerosa acción de ese insignificante dios, se arrojó después de él al fuego. Acto seguido los dioses arrojaron al fuego un águila y un ocelote, en ese orden.
Por trece días esperaron los dioses que el sol saliera por el horizonte pero no sucedió nada. Al amanecer del día catorce, hacia el Este, un águila salió de la hoguera llevando una enorme esfera reluciente en su pico. El resplandor que éste emitía era suficiente para iluminar todo el Tlaltipac y era benéfico su calor. Los dioses estaban contentos, porque ahora, los hombres que ellos habían creado eran perfectos. Ni muy grandes ni muy pequeños; ni muy fuertes ni muy débiles. Y el sol Tonatiuh (Aguila que emprende el Vuelo) podía iluminar todo el Tlaltipac. No alcanzaban los dioses a reponerse de su asombro cuando de la hoguera surgió un ocelote llevando entre sus garras otra esfera igual de reluciente que la primera.
Quetzalcoatl pensó que no era conveniente que hubiera dos soles y más cuando Tecuciztecatl había demostrado tal cobardía. Encolerizado, tomó de las orejas un conejo que iba pasando por ahí y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la segunda esfera, la cual al impacto se opacó y redujo su tamaño, y el cuerpo del conejo quedo plasmado para siempre en su rostro.
La leyenda de los 5 soles
Pero el sol y la luna permanecían inmóviles en el firmamento. Quetzalcoatl, ordenó a Ehecatl, dios del viento, darles movimiento, separándolos para que nunca coincidiera el uno con el otro. Pero no fue suficiente para que el sol mantuviera su curso eterno. Tonatiuh exigió que lo alimentaran con chalchiuitl (sangre). Entonces, los dioses deciden ofrecer ellos su sangre.
Fue Ehecatl, dios del viento, el encargado de sacrificar a los dioses. Uno a uno cayeron inertes ante su cuchillo de obsidiana.
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Editado: 23.01.2019