Aquel día fue igual a muchos que le precedieron. Se oyó el cantar de las aves junto al obrar de los trabajadores; aquellos que encontraron su porvenir entre los escombros dejados por la tragedia. Los niños y los animales jugaban y la vida prosperaba en cada rincón de la pequeña ciudad. Mas junto a esta, en cada esquina de cada cuadra, se encontraban ahora aquellos quienes hicieron estremecer la tierra y volcaron la sangre de sus anteriores señores. Los vencedores ahora vivían junto a sus rivales, en algo no muy lejano a la paz. Y aunque cierto era que las heridas de aquellos años no podrían terminar de sanar, el aroma de la tranquilidad podía sentirse finalmente.
Frente a la antigua tienda de salvamento, un monje de pieles claras escuchaba atento las historias de su encargada. Con su calva al viento, vestiduras humildes pero distintivas y un semblante intrigado, dejaba clara su pertenencia a tierras extranjeras. Y al cantar de su voz se encontraba María, quien narraba con paciencia el mito que gracias al boca a boca de sus hermanos fue conservado.
—¿Qué ocurrió entonces? —inquirió el curioso Peregrino.
—¿Pues qué cree usted? Ellos vinieron de regreso. Lucharon con ferocidad, dieron la batalla más grande de sus vidas, sin darle valor al dolor ni a las penurias, ignorando su miedo y sus falencias. Por estas calles estuvieron ellos, apoyándose a cada instante.
—Sin embargo… —este se adelantó a sus palabras.
María resopló, y con un gesto señaló en dirección a la plaza central. Ahí yacía ahora un prominente árbol de madera oscura. Sus hojas, del mismo color que la pasional sangre, recubrían ramas más altas que los techos de los edificios. De estas últimas colgaban ostentosos frutos, cuya figura podría confundirse por cristalinas y valiosas gemas; y es que, tan grandes eran como melones, y poseían en su centro una semilla de tenue brillo escarlata. No existía creación semejante sobre aquella ni ninguna otra tierra que pudiese alcanzar la vista: era un retoño verdaderamente único.
—Lo llamamos «el noblezo» —explicó la desgastada anciana—. Llegada ya la culminación de tan feroz batalla, el Rey y la Reina fueron rodeados por sus enemigos. Dieron su máximo esfuerzo, más ya no había fuerzas de las que pudiesen servirse para continuar luchando. Fue por eso que, con su último suspiro, el ultimo de sus más grandes deseos, se alzaron sobre las cabezas de los pálidos… y dejaron que su sangre cayese sobre ellos.
—Ya veo. ¿Pero qué tiene que ver eso con semejante árbol?
—Pues, es complicado de explicar, a decir verdad. Tanto yo como muchos otros acontecimos lo ocurrido, pero aun así nadie fue capaz de comprender lo ocurrido.
Ante tal declaración, el monje se volteó hacia ella con un gesto confiado.
—Puedo asegurarle, mi estimada, que he visto demasiados acontecimientos inexplicables. Puedo no parecerlo, pero mi edad es algo que no hace justicia a mi historia.
—¡Hah! Con esas pintas no me sorprende —exclamó con burla antes de regresar a la seriedad—. Aun así… El primer día tras la invasión, una pequeña raíz emergió de entre las rocas del suelo. Luego llegó la noche, y en la mañana siguiente encontraron un delgado tallo que alcanzaba los cuarenta centímetros. Así, con cada día crecía más y más, hasta que, pasadas ya dos semanas de lo acontecido, le vimos alcanzar esta forma que ves ahora. Y por algún motivo, cosa que a su vez desconozco, el señor Medved prohibió a sus hombre acercarse a él. Sí puedo asegurar, sin embargo, es que ese hombre tenía un gran interés en él.
—Pues no es tan extraño. He oído y presenciado historias similares; de arboles que alcanzan a rasgar las nubes y de hombre y mujeres que son cautivados por ellos.
—Aún no acabo —sonrió María—. Comenzada la tercera semana, y llegada la madrugada del primer, oímos un eco en el viento; un llanto, uno que llenó las calles de la ciudad. Fue un sonido aterrador, tan estridente como el aullar de las ventiscas invernales. Incluso los pálidos se alteraron por él; llegaron a amenazarnos con empezar a torturar civiles si no conseguíamos callarlo. Supimos así que nadie sabía de su origen, o más bien, casi nadie. Vimos entonces al señor Medved, él apareció entre ellos portando en sus brazos la figura de…
—¿Un infante?
María notó entonces el interés en los ojos del Peregrino. Lo había logrado, y no tardó en mostrar una sonrisa satisfactoria por haber logrado robar su atención.
—Un varón, por supuesto; de pupilas negras y cabello tan rojo como las brasas de una fogata. Su piel era sombría, y sus facciones bien definidas. Y como puede suponer, no resultó ser hijo de ninguno de los presentes.
Con esto, el monje ya había oído lo suficiente. No ofreció conclusiones ante tan abrumadora historia, mas sí agradeció a la mujer por su tiempo. Pasó entonces a retirarse, emprendiendo su camino por las calles que conducían al enorme macizo. El mismo, era incluso más imponente de cerca. Mas no fue solo su curiosidad lo que le llevó hasta ahí, pues no tenía un interés real en él más allá de disfrutar de vista. Mas bien, su intención era acercarse hacia la persona que, bajo aquellas frondosas ramas, divagaba en silencio.
Los guardias le observaron con cierta incomodidad. Reconocible era su figura por tan distintivo color de piel, tan extrañas orejas y tan extravagante arma que a sus espaldas descansaba; un báculo de madera blanca, revestido con elegantes adornos de oro. Su mirada, perdida en la lejanía del momento, solo fue perturbada cuando oyó la jovial voz de su compañero y amigo.
—¿Se encuentra bien, Gran Sabio? Le noto algo distraído.
—¿Qué? Oh, sí. Solo estaba… reflexionando un poco.
—¡Ah! Bueno es ver que ha tomado esa iniciativa —ensanchó su sonrisa—. Puedo preguntarle entonces, ¿qué es lo que tanto medita?
El muchacho arrugó el entrecejo antes de volver su vista al frente, y ante tanto el Peregrino no pudo sino dejar salir un suspiro resignado. Le acompañó entonces, guardando silencio mientras sus ojos recaían sobre los tan peculiares frutos. Y así, tras unos breves instantes, el elfo rompió el momento con una pregunta:
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Editado: 31.07.2023