Dolor

LIBRO DEL VIAJERO (1990) Juan y Juanón



 

El joven sabe que la decisión que acaba de tomar esa mañana, marcará su vida. Pero desconoce si lo hace harto de navegar por mares de dudas o empujado por la esperanza.

Sentado sobre el respaldo de un banco al lado de la estación, con los pies en el asiento, apura un cigarrillo protegiéndolo del viento con sus manos. Se escucha el ruido de la locomotora que acaba de poner su motor en marcha, pero aún quedan unos minutos para que el tren emprenda el viaje hacia Bilbao. Cuando se cansa de la posición, salta del banco y camina hacia la cercana barandilla del puerto. Dedica su atención unos instantes a un par de trabajadores que en la grada reparan el casco de un pesquero. Después, deambula paralelo al muelle sin perder de vista otro barco que enfila la bocana. Ahora que ha terminado el bachiller y no tiene muy claro su futuro, podría haberse embarcado a bordo de un atunero y navegar los próximos meses por los trópicos, por las costas de África. Es una manera rápida de hacer pasta, pero en su cabeza los proyectos de futuro se arremolinan igual que ahora lo hacen bajo él los muebles. Apura la última calada del cigarrillo y lo arroja al agua, a la masa desagradable de peces que se agita frenética, plena de gozo se diría, en la salida de un colector de aguas residuales. La colilla, apenas un segundo después de quedar suspendida la superficie, desaparece engullida por la masa viscosa de peces. Mete las manos en los bolsillos de sus vaqueros, se gira dando la espalda al templado viento de junio y cruza la carretera que circunda el puerto de Bermeo buscando la estación, subiendo al tren segundos antes de que se ponga en marcha.

Ocupa un asiento en el primer vagón, junto a la ventanilla, para recrearse con la vista de la marisma en los primeros kilómetros del trayecto.

Al viajar en sentido contrario a la marcha, descubre una nueva perspectiva. Al fondo del vagón, un tipo lee el periódico y por entre ellos discurre un pasillo pendulante, que salta de vagón a vagón oscilando al dictado de las curvas. Al dedicar su atención al paisaje desde esa posición, lo ve alejarse. La sensación es diferente a cuando viaja sentado en el sentido de la marcha y ve el mismo paisaje acercarse, pudiendo asegurar que ahora el tiempo transcurre más lento. Además, ver el mundo alejarse es una perfecta metáfora del presente.

Bermeo queda atrás y el mar está embravecido esa mañana de verano, sus embates se estrellan contra el acantilado sobre el que discurre la estrecha vía, y el viento recoge las miles de gotas de espuma que al quedar suspendidas en el aire tras la rompiente de las olas, son arrebatadas al océano para estrellarlas contra las ventanas del convoy de vagones azules, que con su ruidoso traqueteo y su absurda estampa, rompe la serenidad cromática del paisaje marino y de campiña.

Cuando el tren frena para detenerse en el siguiente apeadero, en Mundaka, Julen imagina que todo el peso del vagón se aplasta contra su espalda, al percibir la presión entre él y el respaldo de su asiento. Lentamente esa fuerza se vaporiza, y desaparece la sensación agradable de sentirse parte, del ingenio viajero.

Hace poco que ha dejado de llover, y eran en días muy parecidos a este cuando, siendo niño, su tía Kattalin se lo llevaba hacia las afueras del pueblo. Caminaban por entre huertas, por las campas mojadas buscando caracoles después de la lluvia, llevando en una mano el bocadillo de la merienda y en la otra una bolsa de red. Antes de meterlos, solía quedarse examinado las diversas formas y colores de sus cáscaras.

—Se trata de su casa y así, llevándola a cuestas se pueden refugiar en ella si otros animales se los quieren comer —le decía Kattalin.

Desde el primer caracol que cogiese y fuese a parar a la bolsa de red, tuvo claro que guarecerse dentro de sus cáscaras no les iba evitar ser cocinados por su abuela Begoña en una exquisita salsa vizcaína. Tal recuerdo le conduce de nuevo a castigarse, consciente de que pronto deberá encarar el destino de los caracoles, pero ocultarse enroscado en una cáscara no le librará de una vida clandestina y tampoco de la cárcel.

Rememora el breve encuentro que dos años atrás mantuvo con Ángel, un amigo de infancia de su desconocido padre, cuando se acercó a Bermeo con un mensaje de un progenitor que nunca, hasta aquel día, quiso saber nada del hijo.

Julen mantiene claros la mayoría de recuerdos de su infancia. Muy especialmente los de las trágicas muertes de su madre y tío, a pesar de que solo tenía seis años. Y paralelos a estos hechos, los horribles comentarios que oía en casa, a su tía y abuela cuando estas pensaban que él no les escuchaba, acerca de un padre del que no tenía más dato de que era un auténtico monstruo.

Pero aquel hombre había terminado siendo carne de manicomio. Un pozo en el que caería, así se lo escuchó a su abuela, incapaz de soportar su conciencia el peso de los terribles actos que, sin duda, habría cometido.

Sería, por tanto, en mitad de una tregua que le concediese su demencia cuando Juanito, pues con tal diminutivo era como conocían a su padre, se puso en contacto desde el psiquiátrico con Ángel, solicitándole que se acercase a visitar a su hijo al que no conocía y por el que repentinamente, se le había despertado el instinto paternal.

Ángel y Juanito son oriundos de una aldea perdida en el corazón de la cordillera Cantábrica, en el norte de León que, al igual que otros hijos de aquella tierra, buscaron un futuro más próspero alejados de una tierra indiferente con sus paisanos. Ángel consiguió hacerlo como ferroviario, quedándose a vivir en Bilbao. Juanito se hizo policía.

Ángel, que no tenía noticia de que Juanito fuese padre, meditó qué hacer durante varios días, pero finalmente concedió en acudir a Bermeo. Sabía que su amigo de niñez había sido un policía conflictivo, pero en los últimos diez años apenas se habrían visto más que tres o cuatro veces y siempre fruto de la casualidad.



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En el texto hay: terrorismo

Editado: 12.12.2022

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